Por Eliades Acosta Matos
En el octavo capítulo del Libro Segundo de La Ciudad de Dios, San Agustín fustigaba la degradación de Roma: «Fue sin duda demasiada soberbia y atrevimiento (de los romanos) respetar la fama de los principales ciudadanos, cuando sus dioses quisieron no se respetase su propio honor».
Las palabras coléricas de San Agustín se justifican, teniendo a la vista los hechos esenciales de la historia de la Humanidad. No es raro que la fama terrenal, frecuentemente usurpada, o concedida a algunos con harta prodigalidad por sus acólitos, vaya acompañada también de una dosis de deshonor, como si los dioses quisiesen premiar a algunos, en lo finito, y castigarlos en lo eterno. Así pasará a la Historia un personaje como Madeline Albright, ex secretaria de Estado de William Clinton, recién aparecida con un discurso anticubano en la todavía devastada New Orleans, ante una audiencia de bibliotecarios norteamericanos reunidos en su convención anual.
Ocurrió el pasado 24 de junio ante una nutrida representación de esos magníficos trabajadores culturales que son, en todas las latitudes, los bibliotecarios. Fue la oradora principal de la ceremonia de apertura, donde usaron de la palabra, entre otros, Michael Gorman, presidente de la American Libraries Asociation (ALA), el Alcalde Ray Nagin, quien llamó «nuestra diáspora» a los miles de compatriotas desplazados todavía de sus hogares por la tragedia del Katrina y, video mediante, un músico como Wyston Marsalis. Cuando le llegó el turno a esta elegante dama amarga, famosa por los mohínes despectivos, con que premiaba los discursos políticamente incorrectos pronunciados en la ONU, donde representaba a su país, ocurrió lo esperado, exactamente lo mismo que se preveía para más adelante, cuando una Primera Dama pasada por agua, por cierto, graduada en Bibliotecología, pronunció su discurso sobre las bibliotecas escolares.
El discurso de la Albright estuvo destinado a convencer a los bibliotecarios norteamericanos, tradicionalmente amistosos hacia sus colegas cubanos, de que debían «convertir sus instituciones en laboratorios de la libertad», o sea, ponerlas en función de un sistema que enfrenta la mayor ola de críticas internacionales a sus políticas desde la época de Franklin y Jefferson. La señora Albright se declaró contraria al bloqueo contra Cuba, el mismo que ayudó jubilosamente a reforzar mientras estuvo al frente de la diplomacia de su país. Criticó además al Acta Patriótica que, a partir del 11 de septiembre del 2001, permite al gobierno de Bush espiar a los lectores de las bibliotecas públicas estadounidenses. La señora Albright se lanzó directamente a su objetivo: un llamado a apoyar las mal llamadas «bibliotecas independientes».
Enarbolando su pedigree de emigrada anticomunista checoslovaca, la señora Albright concluyó su performance haciendo una astuta propaganda a su último libro, ante un auditorio que tiene entre sus funciones, precisamente, la de adquirir libros. Se trata de un texto seráfico con un farragoso título que traducido al castellano suena, más o menos, como El poder y el Todopoderoso: reflexiones sobre Estados Unidos, Dios y los problemas internacionales. Dejo a la sagacidad de los lectores imaginar la manera en que tan piadoso personaje concluyó sus palabras elevando los ojos al cielo, como si su cabeza estuviese rodeada del resplandor divino que se aprecia en las pinturas del Greco.
No compagina este rapto melodramático de la señora Albright, sin duda previamente ensayado ante los apuntadores imperiales, con la descripción que de su carácter hace su antiguo empleador, el señor Clinton:
«Vi a Madeline Albright, una profesora de Georgetown que había estado en la Casa Blanca de Carter, donde fue asesora de política exterior. Me quedé impresionado por su claridad intelectual y su dureza…».
Mientras la señora Albright era conjurada a salir del baúl de los recuerdos por el Todopoderoso para acometer la difícil tarea de aparentar mansedumbre ante el auditorio de New Orleans, trascendían ciertas noticias relacionadas con el mundo al que se dirigía:
—El sistema de bibliotecas que funciona en los suburbios de Atlanta anunció que no adquirirá más novelas para adultos o libros de ficción en español. De un presupuesto total de más de 22 millones de dólares, lo que ahorrarán las bibliotecas por esta inexplicable medida, sospechosamente posterior a las grandes manifestaciones de los latinos contra las leyes antimigratorias, sería de 12 000 USD.
—Gore Vidal declaró a Peter Popham, de La Jornada, desde Roma, que «vivimos (en los Estados Unidos) en una dictadura totalmente militarizada; todos somos espiados por el mismo gobierno. Las tres ramas del gobierno están en manos de una junta militar… Yo jamás había visto medios más despiadados, estúpidos y corruptos que los actuales».
—Por estos días, en el Condado de Miami-Dade, una junta escolar formada por seis cubanos inquisitoriales y un anglo que declaró temer que de hacer lo contrario le pondrían una bomba en su casa, acordó sacar de los estantes, precisamente de una biblioteca escolar, el libro Vamos a Cuba, de Alta Schreier, autora norteamericana, porque no presentaba la visión negativa sobre la Isla que se esperaba de él.
¿Qué podría decirnos la señora Albright de estas hermosas maneras en que las bibliotecas pueden servir en su propio suelo de eficaces laboratorios de libertad, como pedía en su inspirada declamación?
La señora Albright no logró su objetivo, el de envenenar las relaciones entre bibliotecarios cubanos y norteamericanos. La tradicional posición de ALA hacia Cuba no experimentó cambio alguno. El deshonor terminó sofocando a la fama.
En un volante de protesta contra su presencia, redactado por un grupo de bibliotecarios conocidos como Referencistas radicales, se recuerda que aquella seráfica señora, en pose de Madre Teresa de Calcuta, fue la misma que, siendo Secretaria de Estado, al ser interrogada en el programa Sixty Minutes, del 11 de mayo de 1996, acerca de la muerte de medio millón de niños iraquíes a causa de las sanciones de la ONU, fue tajante en su respuesta, mientras un broche dorado rutilaba sobre su vestido parisino y soñaba con bibliotecas convertidas en laboratorios de libertad.
En el octavo capítulo del Libro Segundo de La Ciudad de Dios, San Agustín fustigaba la degradación de Roma: «Fue sin duda demasiada soberbia y atrevimiento (de los romanos) respetar la fama de los principales ciudadanos, cuando sus dioses quisieron no se respetase su propio honor».
Las palabras coléricas de San Agustín se justifican, teniendo a la vista los hechos esenciales de la historia de la Humanidad. No es raro que la fama terrenal, frecuentemente usurpada, o concedida a algunos con harta prodigalidad por sus acólitos, vaya acompañada también de una dosis de deshonor, como si los dioses quisiesen premiar a algunos, en lo finito, y castigarlos en lo eterno. Así pasará a la Historia un personaje como Madeline Albright, ex secretaria de Estado de William Clinton, recién aparecida con un discurso anticubano en la todavía devastada New Orleans, ante una audiencia de bibliotecarios norteamericanos reunidos en su convención anual.
Ocurrió el pasado 24 de junio ante una nutrida representación de esos magníficos trabajadores culturales que son, en todas las latitudes, los bibliotecarios. Fue la oradora principal de la ceremonia de apertura, donde usaron de la palabra, entre otros, Michael Gorman, presidente de la American Libraries Asociation (ALA), el Alcalde Ray Nagin, quien llamó «nuestra diáspora» a los miles de compatriotas desplazados todavía de sus hogares por la tragedia del Katrina y, video mediante, un músico como Wyston Marsalis. Cuando le llegó el turno a esta elegante dama amarga, famosa por los mohínes despectivos, con que premiaba los discursos políticamente incorrectos pronunciados en la ONU, donde representaba a su país, ocurrió lo esperado, exactamente lo mismo que se preveía para más adelante, cuando una Primera Dama pasada por agua, por cierto, graduada en Bibliotecología, pronunció su discurso sobre las bibliotecas escolares.
El discurso de la Albright estuvo destinado a convencer a los bibliotecarios norteamericanos, tradicionalmente amistosos hacia sus colegas cubanos, de que debían «convertir sus instituciones en laboratorios de la libertad», o sea, ponerlas en función de un sistema que enfrenta la mayor ola de críticas internacionales a sus políticas desde la época de Franklin y Jefferson. La señora Albright se declaró contraria al bloqueo contra Cuba, el mismo que ayudó jubilosamente a reforzar mientras estuvo al frente de la diplomacia de su país. Criticó además al Acta Patriótica que, a partir del 11 de septiembre del 2001, permite al gobierno de Bush espiar a los lectores de las bibliotecas públicas estadounidenses. La señora Albright se lanzó directamente a su objetivo: un llamado a apoyar las mal llamadas «bibliotecas independientes».
Enarbolando su pedigree de emigrada anticomunista checoslovaca, la señora Albright concluyó su performance haciendo una astuta propaganda a su último libro, ante un auditorio que tiene entre sus funciones, precisamente, la de adquirir libros. Se trata de un texto seráfico con un farragoso título que traducido al castellano suena, más o menos, como El poder y el Todopoderoso: reflexiones sobre Estados Unidos, Dios y los problemas internacionales. Dejo a la sagacidad de los lectores imaginar la manera en que tan piadoso personaje concluyó sus palabras elevando los ojos al cielo, como si su cabeza estuviese rodeada del resplandor divino que se aprecia en las pinturas del Greco.
No compagina este rapto melodramático de la señora Albright, sin duda previamente ensayado ante los apuntadores imperiales, con la descripción que de su carácter hace su antiguo empleador, el señor Clinton:
«Vi a Madeline Albright, una profesora de Georgetown que había estado en la Casa Blanca de Carter, donde fue asesora de política exterior. Me quedé impresionado por su claridad intelectual y su dureza…».
Mientras la señora Albright era conjurada a salir del baúl de los recuerdos por el Todopoderoso para acometer la difícil tarea de aparentar mansedumbre ante el auditorio de New Orleans, trascendían ciertas noticias relacionadas con el mundo al que se dirigía:
—El sistema de bibliotecas que funciona en los suburbios de Atlanta anunció que no adquirirá más novelas para adultos o libros de ficción en español. De un presupuesto total de más de 22 millones de dólares, lo que ahorrarán las bibliotecas por esta inexplicable medida, sospechosamente posterior a las grandes manifestaciones de los latinos contra las leyes antimigratorias, sería de 12 000 USD.
—Gore Vidal declaró a Peter Popham, de La Jornada, desde Roma, que «vivimos (en los Estados Unidos) en una dictadura totalmente militarizada; todos somos espiados por el mismo gobierno. Las tres ramas del gobierno están en manos de una junta militar… Yo jamás había visto medios más despiadados, estúpidos y corruptos que los actuales».
—Por estos días, en el Condado de Miami-Dade, una junta escolar formada por seis cubanos inquisitoriales y un anglo que declaró temer que de hacer lo contrario le pondrían una bomba en su casa, acordó sacar de los estantes, precisamente de una biblioteca escolar, el libro Vamos a Cuba, de Alta Schreier, autora norteamericana, porque no presentaba la visión negativa sobre la Isla que se esperaba de él.
¿Qué podría decirnos la señora Albright de estas hermosas maneras en que las bibliotecas pueden servir en su propio suelo de eficaces laboratorios de libertad, como pedía en su inspirada declamación?
La señora Albright no logró su objetivo, el de envenenar las relaciones entre bibliotecarios cubanos y norteamericanos. La tradicional posición de ALA hacia Cuba no experimentó cambio alguno. El deshonor terminó sofocando a la fama.
En un volante de protesta contra su presencia, redactado por un grupo de bibliotecarios conocidos como Referencistas radicales, se recuerda que aquella seráfica señora, en pose de Madre Teresa de Calcuta, fue la misma que, siendo Secretaria de Estado, al ser interrogada en el programa Sixty Minutes, del 11 de mayo de 1996, acerca de la muerte de medio millón de niños iraquíes a causa de las sanciones de la ONU, fue tajante en su respuesta, mientras un broche dorado rutilaba sobre su vestido parisino y soñaba con bibliotecas convertidas en laboratorios de libertad.
«Es el precio a pagar» —respondió, sin pestañear.