lunes, enero 28, 2013
El inquieto Martí en Isla de Pinos
Por Diego Rodríguez Molina
Nuevas referencias históricas sobre José Martí dan una imagen diferente con que algunos identifican al joven en la Isla de Pinos de 1870, y que mucho contradice la visión del muchacho apacible y aislado que se tenía hasta ahora de su estancia aquí, uno de los pocos lugares de Cuba donde residiera.
Su inquietud traspasa las restricciones del tránsito al destierro en España y las limitaciones de su salud, afectada por las canteras y el presidio habaneros, a donde lo confinaran los colonialistas por sus tempranas ansias libertarias.
Tras su arribo el 13 de octubre de ese año y registrarse como deportado, los primeros días son de relativo reposo a pocos kilómetros de Nueva Gerona, en la finca El Abra, junto a la familia del catalán José María Sardá, su esposa Trinidad e hijos. Allí recupera su salud cuando apenas tenía 17 años, alivia las llagas y cura los ojos dañados por la cal y el sol sobre las blancas piedras por él cortadas y cargadas.
TAN NIÑO ENTRE AQUELLOS HOMBRES
De esos poco más de dos meses resulta novedoso el testimonio de la muchacha que lo conociera al llegar a Isla de Pinos, a quien Martí regala unos aretes de carey, junto a la novedad de dar información de sus vínculos con otros patriotas.
Pero no solo da nuevas luces Cora Bellido de Luna, hija del deportado José Bellido de Luna, hermano de quien fundara un periódico clandestino en Cuba, escapara de prisión y escribiera en la emigración en EE.UU.–, sino también la nieta de la niña confinada, con quien conversé en su casa de Santiago de Las Vegas, en La Habana, luego de donar esas joyas al Museo Casa Natal.
– El iba el primero… Parece que lo estoy viendo… ¡Tan muchacho, tan niño, entre aquellos hombres!... Con su pantaloncito de dril blanco y un saquito negro… Llevaba sombrerito de pajilla y la cabeza así… como pensando…”, dice Cora, quien ese día estaba con su padre en el singular muelle del río Las Casas, en ocasión de la llegada de Martí a territorio pinero, en entrevista realizada por el periodista J. R. González-Reguera y publicara en el centenario del natalicio de Martí en 1953 el periódico capitalino Ataja.
– El iba el primero… --subraya la anciana que entonces tenía nueve años y falleciera en 1961 con casi 100—Y, luego , de dos en dos… todos los demás. Hasta sesenta… Saladrigas, Montero… ¡Lo mejor de La Habana! Médicos, abogados… los revolucionarios desterrados que iban a sufrir en Isla de Pinos…
“Después nos cuenta –relata el periodista— cómo su padre, impresionado…, se dirigió a él:
“¿Qué edad tienes, muchacho?...”.
“Diecisiete años”
“¿Y por qué estás aquí?”
“Vengo deportado por querer la libertad de mi Cuba”.
“¿Cómo te llamas?...
“José Martí, señor.”
ESCENAS CLANDESTINAS
Aclara ella luego del permiso que debía concederle Sardá, al que da jerarquía de coronel, para que el muchacho los visitara, y enfatiza:
“Mi papá le tomó cariño enseguida… y lo hacía venir … a nuestra casa para que se entretuviera entre cubanos… Venían muchos…
“Leíamos periódicos –precisa al responderle al periodista sobre lo que allí hacían--. “Todas las semanas mi papá recibía periódicos de La Habana: El Diario de la Marina, El Diario de Cuba y el Moro Muza…. Pero sus amigos mandaban, escondido entre los periódicos españoles, otros periódicos de los revolucionarios. Hojas impresas, proclamas... Entonces unos cuantos se ponían en el portal, …mientras José Martí, que era el que mejor leía, se ponía en el último cuarto de la casa para leer en voz alta…
“… Cuando ya lo había leído todo, los de atrás se cambiaban con los del portal y Martí volvía a leerlo todo, para los demás… ¡Había días que tenía que leer seis tandas!...
Y la ancianita ríe como una chiquilla, al recordar aquellas escenas clandestinas, destaca las páginas de Ataja, lo cual refuerza evidencias de los Sardá acerca de que el adolescente no va sólo a buscar cartas, ni se aísla, todo lo contrario.
La mujer, de largas trenzas en su niñez, está ciega cuando narra sus vivencias, pero advierte el entrevistador que sus azules ojos brillan con la luz interior del recuerdo imborrable sobre el muchacho, de quien dice además:
– Los odios y las injusticias de los españoles lo habían hecho un revolucionario… Pero era un revolucionario alegre y sano… ¡un muchacho!… Mi papá trataba siempre de tenerlo entretenido para que no se pusiera triste…
“…Ayudaba a mi papá a hacer trabajitos manuales… Le gustaba mucho pulir piezas de carey, que mi papá hacía…
– Estos aretes los guardo como si fuera de oro… Martí los pulió para mi… Me los regaló cuando ya estaban terminados…, subraya la anciana mientras saca de una cajita un par de aretes de carey retocados por Martí, los acerca a las orejas con femenil coquetería, sonríe en silencio y llena de alegría sus ojos, para describir mejor que yo ese momento, refiere González-Regueral en 1953.
CON LA NIETA Y OTROS MOMENTOS
Cuando Martí puede salir a pasear por la campiña y escribir o leer cartas de su familia, imposible también dejara de meditar sobre la reciente experiencia y bocetar “su primer gran texto”, al decir de Roberto Fernández Retamar: El Presidio Político en Cuba, publicado apenas llegó a España.
En El Abra, además, los niños descubren la palabra sobrecogedora de quien recordarían personas como la joven Adelaida, cuya identidad borraría el tiempo, mas deja huellas en Martí, a juzgar por la dedicatoria en una fotografía:
“Señorita…Cuando se pierde de vista la patria, es muy dulce hallar quien, con su amabilidad se empeñe en recordarla…”, le dice en lo que devendría uno de los pocos documentos escritos salvados de esa etapa.
De ahí que las fuentes orales de primera mano, si bien no suplantan a la documental, alcanzan mayor valor por su aporte sobre la decisiva estancia.
Por eso no pierdo la oportunidad de seguir hablando con la nieta de Cora: Rosa María Andréu Fonseca, quien con más de 70 años, mantenía en plena juventud el orgullo revolucionario de la familia.
“En su lecho de muerte mi abuela me dijo –revela– que esos aretes no los vendiera ni permitiera que alguien especulara con ellos, que conservaran la pureza de quien los obsequió y que los pusiera en las manos más seguras…, y que mejor que en una institución de la Revolución, por eso entré en contacto con el Museo de la Casa Natal y los doné con confianza…”.
Con sencillez que dan vida a los versos del Apóstol, me pide que no le tome fotografías, pero se desvive por mostrarme las que conserva de sus descendientes, junto a los periódicos que dan fe de patriótica herencia.
“Ella –rememora Rosa María sobre la abuela—siempre hablaba con gran orgullo de Martí, a quien dijo que volvió a ver en Cayo Hueso, Estados Unidos, a donde fue la familia emigrada, coincidiendo con los preparativos de la guerra de 1895, para la que aportaron cuantiosos recursos…”.
“Y se admiraba de ver a aquel muchacho hecho ya gran guía por la independencia, que unía con fuerza de imán y sobrecogía a todos con sus argumentos a favor de la Patria, de Latinoamérica…”, prosigue la nieta.
Entre sus anécdotas, sobresale su evocación de la visita hecha por Cora “a la finca El Abra en 1948, donde se quedó maravillada del museo que encaminaba con enormes sacrificios allí Elías Sardá, hijo del generoso catalán, con apoyo del pueblo pinero y sin respaldo de los gobiernos de la época, que no hacían otra cosa que humillar al Héroe Nacional con su politiquería, negocios y demagogia,–enfatiza Rosa María– al igual que hicieron los bandidos que huyeron a Miami…”
“La admiración por Fidel –insiste– venía de sentirlo digno continuador del Apóstol…”.
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