Leonardo de la Caridad Padura Fuentes. Narrador, ensayista y periodista de reconocida trayectoria. Autor: Kaloian Santos Cabrera |
- El autor de El hombre que amaba a los perros, premio nacional de Literatura, habla, entre otras cosas, de su paso por JR, de su próxima novela y del debut de Mario Conde en el cine
Pronto aparecerá Herejes, la séptima novela que tiene como protagonista a Mario Conde, uno de los personajes mejor delineados de las letras cubanas y que quizá no demore en aparecer en el cine. Aun después de la publicación de dos libros descomunales como La novela de mi vida (2002) y El hombre que amaba a los perros (2009), una obra inquietante y ambiciosa que muchos no vacilan en considerar su mejor novela, Leonardo Padura insiste en no abandonar a ese detective que se mueve con él en el tiempo y le permite reflexionar sobre la realidad cubana. Un detective que su creador quiere cada vez menos policial y más social, lo que lo lleva al tremendo reto de escribir una novela policial sin policías y casi sin crímenes.
Una opción de libertad
Es lo que sucede en Herejes. Un judío sefardí que vive en Holanda en la época de Rembrandt pinta un cuadro. Viola de esa manera la ley Mosaica que prohíbe a los judíos la representación de figuras. En un país que es, en ese momento, el más rico y libre del mundo, hay libertades que no se permiten. Pasan los años y llega a Cuba un niño judío asquenazí, esto es, proveniente de la Europa del Este. Sus padres también iban a venir a La Habana. Lo harían en el San Luis, un barco cuyos pasajeros, ya con La Habana delante, no pudieron desembarcar.Ellos traían la pintura que, con el tiempo, pese a que no desembarcaron, aparecerá misteriosamente en la ciudad. El niño crece, renuncia a su condición de judío y se hace cubano. Sale de Cuba en 1958 y se instala en Miami. Años después, su hijo vendrá para entender por qué su padre se fue de la Isla y, sobre todo, por qué no llevó consigo aquel cuadro que formaba parte del patrimonio familiar. Así, pide ayuda a Mario Conde, que investigaba entonces sobre una muchacha emo que desapareció cuando quiso dejar de serlo.
Si se le pregunta cuál es el tema de Herejes, el escritor responde que es la búsqueda de la reafirmación personal y de una opción de libertad. Tanto el judío como la muchacha, en un lapso de 300 años, optan por su libertad individual.
Es una novela compleja, con un lenguaje rico y barroco, puntualiza Padura. Le sería muy fácil escribir como lo hizo en los 90. Pero no puede hacerlo después de un libro tan complejo como El hombre que amaba a los perros, antecedido por otros como La novela de mi vida y La neblina del ayer (2005). Aumenta el nivel de expectativas, y ha logrado disponer de los medios para hacer la literatura que le interesa. Precisa que en Cuba se simplifica la relación del escritor con el mercado. Piensa que es el mercado lo que posibilita al escritor ganar en independencia para decidir sobre lo que escribirá y el tiempo que dedicará a su obra.
Pensar en el lector
Padura se ha valido de la novela policial para escribir novelas. El enigma por el enigma no le interesa, sino hacer que lo escrito tenga una connotación social. Que refleje los problemas y lados oscuros de la sociedad. Así sucede en las novelas de Mario Conde, desde la primera, Pasado perfecto (1991). En todas, el enigma ha estado en un segundo plano y, en Herejes, pasa a un tercero, donde el misterio aparece y desaparece, pero el lector sabe que está leyendo una novela policial, una buena historia que lo atrapa hasta el final.Porque si de algo está convencido el autor de Paisaje de otoño (1999) es que sin una historia no hay novela. Y cuando escribe piensa solo en el lector, se empeña en convencerlo.
Su paso por Juventud Rebelde lo llevó a escribir un tipo de reportaje en el que se mezclaban periodismo y literatura. Corría el año 1983. La dirección se empeñaba en hacer un periódico dominical distinto y se pensó que Padura, que no era graduado de Periodismo sino de Filología, podía tener un papel relevante en ese proyecto. Confiesa que al inicio no supo bien lo que haría, pero buscó historias, mitos, leyendas, personajes y lugares perdidos, y los abordó como si fueran literatura.
Escribió sobre Yarini, el Chori y Chano Pozo. También sobre El Calvario, El Cobre, el barrio chino habanero. No escapó a su mirada el tórrido romance que en el cafetal de Angerona vivieron la haitiana Úrsula Lambert y el alemán Cornelio Souchay, la leyenda del castillo de Averhoff ni el episodio de traición y muerte en la casona del barón de Kessel. Entrevistó, por otra parte, a los más famosos jugadores de béisbol de los 60. En esta línea, su diálogo con Manuel Alarcón, del equipo Orientales, queda como una de las mejores entrevistas realizadas en Cuba.
A esa serie pertenece el reportaje sobre El Bagá, un pueblo situado en el fondo de la bahía de Nuevitas, fundado antes que la propia Nuevitas y cuya vida se extinguió, sin embargo, hacia 1920. Cuando Padura visitó el lugar, en 1985, algunos restos materiales y fragmentos de historia eran lo único que sobrevivía de aquel sitio que, en 150 años de existencia, fue quemado seis veces.
¿Cómo se las arregló el novel periodista para descubrirle al lector esa ciudad olvidada y perdida por donde alguna vez la vida caminó de prisa, huyendo del fuego? Lo hizo a través del relato de Cándido Lutero, que una tarde se sentó en su taburete a ver la ruina mustia y carbonizada del poblado por cuyas calles polvorientas no transitaban ya ni siquiera los perros, y que luego, acostado en su camastro, vio cómo le llegaba la muerte. Porque Cándido está muerto y es él quien cuenta la historia, tal como sucede en Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo; un recurso propio de la literatura para dar una historia real.
Rebelde fue una etapa de creación
Padura guarda una memoria grata de su paso por Juventud Rebelde. Trabajó con una libertad absoluta, recuerda. Nadie intentó poner pautas en su trabajo; nadie insistió en saber de antemano qué investigaba, ni le pidieron cuentas por sus demoras. Reitera que JR fue una etapa de creación y no un simple medio para ganarse la vida. Por eso la vigencia de mucho de lo que publicó entonces, compilado en parte en títulos como El viaje más largo (1994) —que se considera su libro de periodismo más paradigmático— y El alma en el terreno (1989), que se reeditará este año. De aquella etapa es Fiebre de caballos (1988), su primera novela. Lo ha dicho varias veces: antes de Juventud Rebelde era un aficionado.Busca entonces otros horizontes. En 1990 pasa a La Gaceta de Cuba, y se abre una etapa muy fructífera en su vida. Da a conocer la ya mencionada Pasado perfecto. Escribe un volumen sobre Alejo Carpentier. Recibe, con Vientos de cuaresma (1995), el Premio Nacional de Novela, y en ese mismo año, con otra novela, Máscaras, obtiene en España el Premio Café Gijón que le abre el camino de la fama. Es el jefe de redacción de ese periódico de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, pero no desperdicia la oportunidad de llenar muchas de sus páginas. Se acerca a la música y, a través de entrevistas con los más legendarios y representativos salseros, que recogerá luego en Los rostros de la salsa (1997), buscará las raíces de esa expresión artística y su evolución. Consciente de que el destino último del periodismo es el libro, ha compilado artículos y crónicas en títulos como Entre dos siglos (2006), La memoria y el olvido (2011) y Un hombre en una isla (2012).
Mantillero hasta la muerte
Desconoce cuánto, en su caso, debe el narrador al periodista. Son diferentes las visiones que tienen el uno y el otro acerca de la realidad. Algo, sí, insiste en puntualizar: trabaja con el mismo rigor en ambas riberas. Desde sus días en Rebelde nunca asumió el periodismo por el camino más fácil. ¿Es el periodismo tiempo perdido? Lo niega categóricamente. Estima que es su forma de mantener un diálogo directo con su realidad, y no desde la mirada del escritor, sino del ciudadano y el periodista. No es casual que la columna que escribe para una agencia extranjera de prensa lleve el título de La esquina de Padura, porque insiste en ver el mundo desde una esquina del barrio de Mantilla, y se define como un «mantillero».Es una definición que tiene, en su caso, una serie de condicionantes previas. Explica: no es lo mismo hablar de un hombre que nació en Mantilla y ha vivido en el mismo sitio los 57 años de su existencia, que decir además que la familia de ese hombre, durante tres generaciones, vivió en la misma barriada. Los Padura estuvieron entre las cinco o seis familias fundadoras del poblado hacia 1850. Allí, el padre logró establecerse como comerciante y numerosos miembros de la familia se vincularon con lo que fue el corazón económico del barrio: el paradero de la ruta 4. Todos en Mantilla conocen a los Padura y con todos mantienen los Padura una relación estrecha. Desde temprano, pelota en mano, se acostumbró a vivir en la calle. Su madre, católica, lo dotó de una manera muy concreta de percibir el humanismo. Con su padre, masón, aprendió el concepto de la fraternidad. Para él también eran hermanos los hermanos de logia de su padre: el negro, el blanco, el profesional y un hombre tan humilde como Santiago, el basurero del barrio.
La literatura es una profesión solitaria. El cine, en cambio, prefiere asumirlo a cuatro manos. Con su esposa, la crítica y narradora Lucía López Coll, trabajó en el guión de Siete días en La Habana, que contó con la producción del actor puertorriqueño Benicio del Toro. Ahora, también con Lucía, trabaja en una serie que tendrá a Mario Conde como protagonista, y escribe un texto para el reconocido realizador francés Laurent Cantet que quiere llevar a la pantalla grande una idea sobre un pasaje de La novela de mi vida, mientras espera que se concrete el proyecto cinematográfico de El hombre que amaba a los perros, una película cara, que se filmará en seis países y en seis idiomas.
Entonces, el cine ocupará el quehacer de Leonardo Padura en los meses venideros. Y, ya con el Premio Nacional de Literatura, el máximo galardón de las letras cubanas, en su haber, quiere asimismo dedicar tiempo a la promoción internacional de su obra.
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