sábado, enero 07, 2006

Castigado por tres granos de arroz y cuatro hormigas

A continuación me hago eco al reproducir una carta del cámara de Al Jazeera a su abogado británico Clive Stafford. Sami Muhydin Al-Hajj se encuentra preso en la cárcel yanqui ubicada ilegalmente en la Base Naval de Guantánamo ubicada en la oriental bahía del mismo nombreen Cuba, y que fue publicada en Rebelión digital.


Querido Clive:
Deja que te confiese una cosa: no paro de hacerme esta pregunta: ¿por qué me castigan? Es una pregunta obsesiva que me ronda continuamente la cabeza.
Mi historia con las sanciones empezó en la cárcel de Bagram. Sólo nos dejaban ir al baño dos veces al día, la primera justo después del alba y la segunda antes del anochecer, y sólo puedes ir cuando te toca el turno.
Recuerdo que una vez estaba muy apurado y le cuchicheé al oído al que tenía delante de mí que me dejara colarme. El soldado, hecho una furia, me gritó: "¡No hables!" y me ordenó que saliera a la puerta. Me ató las manos a un alambre y allí me quedé el resto del día, de pie, tiritando de frío. Me oriné en los pantalones, para regocijo de los soldados y las putas.
Luego en Kandahar: En pleno verano, bajo un sol de justicia y sobre un suelo abrasador, un soldado grita: "¡Tú, detente, el segundo, el tercero y también el cuarto! ¿Por qué habláis? Poneos de rodillas con las manos en la cabeza". Así lo hicimos y nos dejaron en esa postura con un calor tórrido y las rodillas sobre unos guijarros candentes hasta que uno de nosotros de desmayó y los demás le socorrimos.
Una semana después de llegar a Guantánamo los soldados se presentaron muy temprano y ordenaron a los presos que sacaran los brazos por la abertura de la puerta que servía para pasarnos la comida, porque nos iban a vacunar del tétanos, dijeron. Cuando me tocó a mí les dije que antes de salir de Doha me había vacunado del tétanos, la fiebre amarilla, el cólera y otras enfermedades y que según el médico esas vacunas valían para cinco años. No me hacía falta repetirlas.
El oficial me gritó que no discutiera: "¡Saca el brazo para vacunarte si no quieres que te lo saquemos a la fuerza!", me dijo. Me negué. Me dejaron y luego volvieron después de haber terminado con el barracón. Pero seguí negándome a que me vacunaran. Entonces me requisaron todas mis cosas, desde la colchoneta hasta el cepillo de dientes, y tuve que acostarme en el somier durante tres días y tres noches.
Vuelvo a hacerme la misma pregunta que me atormenta: ¿por qué me castigan? ¿Las curas son obligatorias? ¿Nos hemos convertido en un rebaño de ovejas que se lleva y se trae? ¿Tenemos que aceptarlo todo sin rechistar, sin hacer ninguna objeción, sin informarnos siquiera? Me pasaron cosas peores.
Una noche me había acostado muy pronto. Estaba extenuado después de una sesión de varias horas en la sala de interrogatorios. Había conciliado el sueño cuando oí los gritos y las órdenes de un soldado: "¡Saca la cabeza y las manos de la manta!" Me desperté sobresaltado y obedecí. En efecto, teníamos prohibido cubrirnos las manos y la cabeza al dormir.
Acababa de quedarme dormido otra vez cuando el soldado golpeó con fuerza la puerta de mi jaula y me gritó a voz en cuello: "¿Por qué has puesto la pasta de dientes en el sitio del cepillo? " Me acusó de desobedecer deliberadamente las leyes y los reglamentos militares y me ordenó que recogiera mis cosas. El castigo duró una semana entera.
Y vuelvo a hacerme la sempiterna pregunta: ¿por qué me castigan? ¿Acaso es motivo suficiente para castigarme durante una semana sin mis cosas y sin colchoneta ni manta, durmiendo sobre el somier?
Otra vez estaba tomando el desayuno, que consistía en el contenido frío de una lata. Cuando terminé vino un soldado a recoger los restos de comida y los sobres de plástico. Se detuvo en la puerta de mi jaula y se puso a contar los trozos de sobre y a juntarlos. De repente me gritó: "¿Dónde está el trozo que falta?" Me puse a buscar entre mis cosas pero no lo encontré. Entonces se fue con el cuento a la administración y volvió con la sentencia: merecía una sanción que sirviera de ejemplo a los demás reclusos. De modo que me quitaron mis cosas durante tres días y yo no paraba de hacerme esta pregunta: ¿por qué me castigan, qué iba a hacer yo con un trocito de sobre de plástico?
Otra vez la providencia me reunió en el mismo barracón con Yamel el ugandés, Mohamed el chadiano y Yamel Blama el británico. Estábamos juntos, pero también unidos por el mismo color negro de la piel y el mismo color odioso de nuestro mono naranja. Nuestra piel negra bastaba para excitar a los carceleros, que nos hacían la vida imposible castigándonos con motivo o sin él. A menudo nos despertaban en medio de la noche con el pretexto de cachear la celda.
Una noche me despertaron para un cacheo. No encontraron nada sospechoso, salvo tres granos de arroz en el suelo que habían atraído a unas hormigas. Entonces me pusieron una sanción de siete días. Lo que me obligó a hacerme la misma pregunta obsesiva: ¿por qué me castigan? No me parecía que tres granos de arroz y cuatro hormigas fueran motivo suficiente.
Otra noche dos soldados se pararon delante de la puerta de mi jaula. Llevaban cadenas y grilletes. Golpearon violentamente la puerta y me desperté asustado. Me esposaron y me llevaron al barracón Romeo, donde me metieron en una jaula después de dejarme en camiseta y calzoncillos. Nada más, ni siquiera jabón o cepillo de dientes.
Por mucho que preguntara nadie me explicaba el motivo del castigo, hasta que a la mañana siguiente, ante mi insistencia, un responsable me dijo que estaba sancionado con dos semanas de aislamiento porque un soldado había encontrado un clavo en el borde exterior de la abertura de aireación de mi jaula.Entonces le dije al responsable: "¿Cómo iba a tener yo ese clavo, de dónde lo habría sacado y cómo habría podido ponerlo en el borde de fuera de esa abertura, y para qué?", pero me dio la espalda y se fue sin contestar a mis preguntas. De modo que estuve 14 días sentado y evitando, por pudor, rezar mis oraciones con el culo al aire, y tuve que dormir durante 14 frías noches de invierno sobre el somier, sin colchoneta ni manta.
El acoso y las provocaciones de los soldados fueron en aumento. Una vez nos enteramos de que un soldado había pisoteado el Santo Corán y había dejado en él la huella de sus botas.
Todos los presos se rebelaron y decidieron devolver los ejemplares del libro santo a la administración para que no los profanasen delante de ellos, porque además el general se había comprometido en otra ocasión a que esa clase de provocaciones no se repetirían. Pero no cumplieron la promesa.
Los presos decidieron no salir de las jaulas, ni siquiera para el paseo y la ducha tan ansiados, para que recogieran los ejemplares del Corán. Como siempre, los responsables vinieron dando órdenes y profiriendo amenazas. Al momento llegaron las valientes fuerzas antidisturbios, que abrieron los calabozos y golpearon a los reclusos antes de encadenarlos y ponerles los grilletes. Les cortaron el pelo, la barba y el bigote y les metieron en jaulas individuales. Como a los demás presos, a mí también me llegó el turno. Me rociaron los ojos con un gas y luego cinco soldados me dieron una paliza, me sacaron a la zona de paseo y me tiraron al suelo. Entonces uno de ellos me agarró la cabeza y la golpeó contra el suelo de cemento. Otro me dio una patada entre las cejas y me hizo una brecha. Brotó la sangre y me cubrió la cara. Todo eso mientras yo estaba tirado en el suelo, esposado y encadenado.
Me cortaron el pelo, el bigote y la barba y me metieron en una jaula individual, bañado en sangre. Al cabo de una hora llegó un soldado y me preguntó a través de la abertura si quería que me viera un médico. Dije que no y me encomendé a Dios, denunciando ante él la injusticia de mis carceleros.
Hubo un momento en que sentí que me desvanecía por la pérdida de sangre, y entonces pedí un médico. Llegaron y me dieron tres puntos de sutura en el arco superciliar, me pusieron un apósito en la cabeza y me dieron somníferos diciendo que eran antibióticos. Todo eso por una abertura de unos pocos centímetros. Me quedé dormido, abatido por la tremenda injusticia de los hombres.
A la mañana siguiente volví a hacerme la pregunta obsesiva: ¿por qué me castigan? ¿Acaso la defensa de mi fe y mi religión es un crimen castigado con prisión? ¿También es un crimen nuestra petición de que recojan los ejemplares del Corán para que no los profanen delante de nosotros? ¿Por qué estoy aquí? ¿El haber viajado a Afganistán para pasar cuatro semanas con una cámara de Al Jazeera después de la guerra de agresión contra un pueblo afgano inerme también es un crimen por el que merezco llevar más de cuatro años preso? ¿Y además acusado de terrorismo?
Son muchas las preguntas que me bullen en la cabeza, atormentan mi espíritu y chocan con la estridencia de los eslóganes embaucadores esgrimidos por quienes se dicen promotores de la libertad, defensores de la democracia y protectores de la paz sobre la faz de la tierra.

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