Por Juan Gelman
Millones
de televidentes siguen con interés los episodios de CSI, CSI Miami, CSI
New York y otros programas parecidos. Sus protagonistas son policías
científicos que revisan minuciosamente las escenas de un crimen para
encontrar algo que delate al autor. Los indicios hallados se someten a
exámenes y comparaciones de ADN, huellas digitales y otros, en
laboratorios dotados de aparatos técnicos
de vanguardia y siempre el criminal es detectado, detenido y procesado.
Resuelven los casos prácticamente solos, pero a veces la realidad no
imita a la ficción, como quería Oscar Wilde.
Annie Dookhan trabajaba como química en
un laboratorio de Boston, Massachusetts, en el que se analizan pruebas
de estupefacientes. Era muy pero muy eficaz: mientras otros químicos
examinan un promedio de 50 a 150 muestras por mes, Annie completaba más
de 500 para asombro de sus superiores y colegas. Uno de sus jefes se
preguntó hace unos años cómo era posible, pero no fue más allá. Nunca la
veían mirando por un microscopio, llamaba la atención que pudiera
analizar detritus insuficientes para un análisis y, sin embargo, lo
completaba (//passeur dessciences.blog.lemonde.fr, 21/10/12). Pero todo
tiene fin: en junio del 2011 fue sorprendida retirando, sin autorización
alguna, decenas de muestras de droga de una sala en la que se conservan
las pruebas.