Por Mariene Vázquez Pérez
- A 160 años de su natalicio, José Martí sorprende cada día con su palabra infinita
Sí. Otra vez Martí. Y muchas otras veces, y la saciedad nunca se
habrá alcanzado. Incluso los que nos dedicamos de manera sistemática al
estudio de su obra, compartamos o no cada uno de sus principios, nos
sorprendemos cada día ante su palabra infinita. Un verbo proteico, que
se erige con firmeza singular y hermosura indudable en el documento
íntimo, la crónica periodística, el discurso patriótico, el verso
amoroso, el cuento para niños o la proclama política. Un pensamiento que
abarca, en su extensión e intención, a la Isla querida y sus vasos
comunicantes con la gran patria americana, la metrópoli norteña, el
viejo continente, y los pueblos más humildes y aparentemente distantes
de nuestro entorno.
Cuando Gabriela Mistral definía al mayor de los cubanos como «el
hombre más puro de la raza», aludía a su vínculo con la hispanidad, de
la que él mismo se reconocía como hijo. Hacia ella conservaba, para
seguir parafraseando a la chilena, la lealtad del idioma, a pesar de ser
un insurrecto en lo político. Pero no nos llamemos a engaño. La
insularidad martiana trasciende también de otra manera: desde la
encrucijada de su exilio neoyorquino servía y amaba a su patria de
cerca, todo lo cerca que le era posible; mas en esa atalaya privilegiada
oteaba los vientos que iban y venían sobre y de la Madre América, y
tomaba el pulso a la época en su calidad de hombre —puente, apremiado a
engarzar la aldea con la gran urbe, lo local con lo universal, y a
hallar el equilibrio entre ambos polos.
Durante casi tres lustros, ejerció un periodismo vertiginoso,
renovador, que rompió con los cánones al uso y produjo una eclosión
lingüística sin precedentes en español. Tal era la fuerza de su estro,
que aun cuando erigía sus crónicas a partir del reciclaje de textos en
inglés, el proceso simultáneo de traducción y reescritura desataba un
caudal incontenible de imágenes poéticas. Incluso donde es posible
rastrear el texto fuente, tomado de la prensa estadounidense, asombra
descubrir que tras ese esplendor modernista, concretado en la mejor
prosa española del siglo XIX, subyacen operaciones culturales que
vinculan a nuestras raíces con otras zonas de la creación universal,
acrecidas en ese intercambio insólito.
Ese periodismo no era solo lujo de la creación verbal. Fue, sobre
todo, el resultado de su voluntad de servicio, de su labor de mediación
cultural entre las dos Américas, o mejor, entre norte y sur, entre
modernidad hegemónica y territorios subalternos, llamados a insertarse
en la dinámica de las relaciones de poder que planteaba la época.
Si se rastrean en su obra tales preocupaciones, sobrarían las referencias. Su medular ensayo Nuestra América,
publicado en La Revista Ilustrada, de Nueva York, el 1ro. de enero de
1891, es la más sintética y acabada expresión de sus preocupaciones al
respecto, pero me gustaría detenerme en otras zonas menos exploradas de
su obra.
En un artículo también llamado Nuestra América, y
postergado en bien de su homónimo, publicado el 27 de septiembre de 1889
en El Partido Liberal, de México, adelantaba muchas de estas
inquietudes. Declaraba entonces, con certeza visionaria, urgido por su
vocación americana y cosmopolita al mismo tiempo: «Algo en América manda
que despierte, y no duerma, el alma del país. Hay que andar con el
mundo y que temer al mundo. Negársele, es provocarlo».
Ese interés por lo que ocurría en todas partes hallaba vehículo
propicio en su vocación de editor y su ejercicio periodístico. Desde su
primera juventud en Cuba, y luego en su errar por otras tierras, siempre
se propuso fundar órganos de prensa. En un proyecto no materializado,
La Revista Guatemalteca (1878), de la que solo quedó un prospecto y dos
artículos, se planteaba «[…] Guatemala ante los ojos; y Europa en la
mano».
Esa amplitud de miras no lo abandonaría jamás y se iría perfilando y
profundizando en los años sucesivos. Así le dice, en 1888, a su amigo
uruguayo Enrique Estrázulas: «¿Sabe que ando dándole vueltas a la idea,
después de dieciocho años de meditarla, de publicar aquí una revista
mensual, El Mes, o cosa así, toda escrita de mi mano, y completa en cada
número, que venga a ser como la historia corriente, y resumen a la vez
expedito y crítico, de todo lo culminante y esencial, en política alta,
teatro, movimiento de pueblos, ciencias contemporáneas, libros, que pase
acá y allá, y dondequiera que de veras viva el mundo? […]».
Obsérvese, en las líneas cursivas, que rebasa las relaciones entre
nuestras repúblicas y el «gigante de las siete leguas», y enaltece todo
lo interesante dondequiera que tenga lugar. Es significativo este modo
de apreciar las relaciones entre los centros de poder y las zonas
periféricas, no usual en la intelectualidad latinoamericana de entonces,
mayoritariamente deslumbrada ante lo europeo o lo norteamericano, pero
desconocedora de sus propias esencias, por no hablar ya de espacios
distantes geográfica y culturalmente como Asia o África, de los que se
tenía, en el mejor de los casos, una visión exótica cuando no la
ignorancia más absoluta. Resulta proverbial la audacia de ese sueño
editorial no realizado, y da fe de la dimensión ecuménica del Apóstol.
Cuando emprendió la publicación de La Edad de Oro no
había abandonado estos intereses. Una mirada somera a la revista
demuestra que lo americano aparece siempre aparejado a lo universal.
Así, su artículo Tres héroes, dedicado a los forjadores de nuestra independencia, se avecina en el primer número con La Ilíada de Homero, como La historia del hombre contada por sus casas coexiste con Las ruinas indias en el segundo. Algo similar ocurre en el tercero con La exposición de París y El Padre las Casas, mientras en el cuarto y último la mirada se desplaza primero a Asia, pues se abre con Un paseo por la tierra de los anamitas y más adelante se dirige a África, con Cuentos de elefantes.
Tema tan apasionante merece un examen mucho más detenido. Solo he
querido esbozarlo y mover a la reflexión, ahora que celebramos el
aniversario 160 de su natalicio, pues Martí no es solo patrimonio de
Cuba, sino de la humanidad, aunque vivió anclado a su Isla hasta dar la
vida por ella. Coincido, entonces, con el profesor y filósofo mexicano
Adalberto Santana, a quien escuché decir en el Coloquio José Martí:
pensamiento y acción, celebrado en diciembre de 2007, en la ciudad de
Morelia: «José Martí no es el más universal de todos los cubanos: es el
más universal de todos los latinoamericanos».
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