Señor Presidente,
Señoras y Señores,
Buenos días,
Una vez más, siguiendo una
tradición de la que me siento honrado, el Secretario General de las Naciones
Unidas ha invitado al Papa a dirigirse a esta honorable Asamblea de las
Naciones. En nombre propio y en el de toda la comunidad católica, Señor Ban
Ki-moon, quiero expresarle el más sincero y cordial agradecimiento. Agradezco
también sus amables palabras.
Saludo asimismo a los
Jefes de Estado y de Gobierno aquí presentes, a los Embajadores, diplomáticos y
funcionarios políticos y técnicos que los acompañan, al personal de las
Naciones Unidas empeñado en esta 70 Sesión de la Asamblea General, al personal
de todos los programas y agencias de lafamilia de la ONU, y a todos los que de un
modo u otro participan de esta reunión. Por medio de ustedes saludo también a
los ciudadanos de todas las naciones representadas en este encuentro. Gracias
por los esfuerzos de todos y de cada uno en bien de la humanidad.
Esta es la quinta vez que
un Papa visita las Naciones Unidas. Lo hicieron mis predecesores Pablo VI en
1965, Juan Pablo II en 1979 y 1995 y, mi más reciente
predecesor, hoy el Papa Emérito Benedicto XVI, en
2008. Todos ellos no ahorraron expresiones de reconocimiento para la
Organización, considerándola la respuesta jurídica y política adecuada al
momento histórico, caracterizado por la superación tecnológica de las
distancias y fronteras y, aparentemente, de cualquier límite natural a la
afirmación del poder. Una respuesta imprescindible ya que el poder tecnológico,
en manos de ideologías nacionalistas o falsamente universalistas, es capaz de
producir tremendas atrocidades. No puedo por menos que asociarme al aprecio
de mis predecesores, reafirmando la importancia que la Iglesia Católica concede a esta institución y
las esperanzas que pone en sus actividades.
La historia de la
comunidad organizada de los Estados, representada por las Naciones Unidas, que
festeja en estos días su 70 aniversario, es una historia de importantes éxitos
comunes, en un período de inusitada aceleración de los acontecimientos. Sin
pretensión de exhaustividad, se puede mencionar la codificación y el desarrollo
del derecho internacional, la construcción de la normativa internacional de
derechos humanos, el perfeccionamiento del derecho humanitario, la solución de
muchos conflictos y operaciones de paz y reconciliación, y tantos otros logros
en todos los campos de la proyección internacional del quehacer humano.
Todas estas realizaciones
son luces que contrastan la oscuridad del desorden causado por las ambiciones
descontroladas y los egoísmos colectivos. Es cierto que aún son muchos los
graves problemas no resueltos, pero también es evidente que, si hubiera
faltado toda esa actividad internacional, la humanidad podría no haber
sobrevivido al uso descontrolado de sus propias potencialidades. Cada uno de
estos progresos políticos, jurídicos y técnicos son un camino de concreción del
ideal de la fraternidad humana y un medio para su mayor realización.
Rindo pues,
homenaje a todos los hombres y mujeres que han servido leal y sacrificadamente
a toda la humanidad en estos 70 años. En particular, quiero recordar hoy a los
que han dado su vida por
la paz y la reconciliación de los pueblos, desde Dag Hammarskjöld hasta los
muchísimos funcionarios de todos los niveles, fallecidos en las misiones
humanitarias, de paz y reconciliación.
La experiencia de estos 70
años, más allá de todo lo conseguido, muestra que la reforma y la adaptación a
los tiempos siempre es necesaria, progresando hacia el objetivo último de
conceder a todos los países, sin excepción, una participación y una incidencia
real y equitativa en las decisiones. Estanecesidad de una mayor
equidad, vale especialmente para los cuerpos con efectiva capacidad ejecutiva,
como es el caso del Consejo de Seguridad, los organismos financieros y los
grupos o mecanismos especialmente creados para afrontar las crisis económicas.
Esto ayudará a limitar todo tipo de abuso o usura sobre todo con los países en
vías de desarrollo. Los organismos financieros internacionales han de velar por
el desarrollo sostenible de los países y la no sumisión
asfixiante de éstos a sistemas crediticios que, lejos de promover el progreso,
someten a las poblaciones a mecanismos de mayor pobreza, exclusión y
dependencia.
La labor de las Naciones
Unidas, a partir de los postulados del Preámbulo y de los primeros artículos de
su Carta Constitucional, puede ser vista como el desarrollo y la promoción de
la soberanía del derecho, sabiendo que la justicia es requisito indispensable
para obtener el ideal de la fraternidad universal. En este contexto, cabe
recordar que la limitación del poder es una idea implícita en el concepto de
derecho. Dar a cada uno lo suyo, siguiendo la definición clásica de justicia,
significa que ningún individuo o grupo humano se puede considerar omnipotente,
autorizado a pasar por encima de la dignidad y de los derechos de las otras
personas singulares o de sus agrupaciones sociales. La distribución fáctica del
poder (político, económico, de defensa, tecnológico, etc.) entre una pluralidad
de sujetos y la creación de un sistema jurídico de regulación de las
pretensiones e intereses, concreta la limitación del poder. El panorama mundial
hoy nos presenta, sin embargo, muchos falsos derechos, y –a la vez– grandes
sectores indefensos, víctimas más bien de un mal ejercicio del poder: el
ambiente natural y el vasto mundo de mujeres y hombres excluidos. Dos sectores
íntimamente unidos entre sí, que las relaciones políticas y económicas
preponderantes han convertido en partes frágiles de la realidad. Por eso hay
que afirmar con fuerza sus derechos, consolidando la protección del ambiente y
acabando con la exclusión.
Ante todo, hay que afirmar
que existe un verdadero «derecho del ambiente» por un doble motivo. Primero,
porque los seres humanos somos parte del ambiente. Vivimos en comunión con él,
porque el mismo ambiente comporta límites éticos que la acción humana debe reconocer
y respetar. El hombre, aun cuando está dotado de «capacidades inéditas» que
«muestran una singularidad que trasciende el ámbito físico y biológico»
(Laudato si’, 81), es al mismo tiempo una porción de ese ambiente. Tiene un
cuerpo formado por elementos físicos, químicos y biológicos, y solo puede
sobrevivir y desarrollarse si el ambiente ecológico le es favorable. Cualquier
daño al ambiente, por tanto, es un daño a la humanidad. Segundo, porque cada
una de las creaturas, especialmente las vivientes, tiene un valor en sí misma,
de existencia, de vida, de belleza y de interdependencia con las demás
creaturas. Los cristianos, junto a otras religiones monoteístas, creemos que el
universo proviene de una decisión de amor del Creador, que permite al hombre servirse
respetuosamente de la creación para el bien de sus semejantes y para gloria del
Creador, pero que no puede abusar de ella y mucho menos está autorizado a
destruirla. Para todas las creencias religiosas, el ambiente es un bien
fundamental (cf. ibíd., 81).
El abuso y la destrucción
del ambiente, al mismo tiempo, van acompañados por un imparable proceso de
exclusión. En efecto, un afán egoísta e ilimitado de poder y de bienestar
material lleva tanto a abusar de los recursos materiales disponibles como a
excluir a los débiles y con menos habilidades, ya sea por tener capacidades
diferentes, discapacidades o porque están privados de los conocimientos e
instrumentos técnicos adecuados o poseen insuficiente capacidad de decisión
política. La exclusión económica y social es una negación total de la
fraternidad humana y un gravísimo atentado a los derechos humanos y al
ambiente. Los más pobres son los que más sufren estos atentados por un triple
grave motivo: son descartados por la sociedad, son al mismo tiempo obligados a
vivir del descarte y deben injustamente sufrir las consecuencias del
abuso del ambiente. Estos fenómenos conforman la hoy tan difundida e
inconscientemente consolidada «cultura del descarte».
Lo dramático de toda esta
situación de exclusión e inequidad, con sus claras consecuencias, me lleva
junto a todo el pueblo cristiano y a tantos otros a tomar conciencia también de
mi grave responsabilidad al respecto, por lo cual alzo mi voz, junto a la de
todos aquellos que anhelan soluciones urgentes y efectivas. La adopción de la
Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible en la Cumbre mundial que iniciará hoy
mismo, es una importante señal de esperanza. Confío también que la Conferencia
de París sobre el cambio climático logre acuerdos fundamentales y eficaces.
No bastan, sin embargo,
los compromisos asumidos solemnemente, aunque constituyen, ciertamente, un paso
necesario para las soluciones. La definición clásica de justicia a que aludí
anteriormente contiene como elemento esencial una voluntad constante y
perpetua: Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi.
El mundo reclama de todos los gobernantes una voluntad efectiva, práctica,
constante, de pasos concretos y medidas inmediatas, para preservar y mejorar el
ambiente natural y vencer cuanto antes el fenómeno de la exclusión social y
económica, con sus tristes consecuencias de trata de seres humanos, comercio de
órganos y tejidos humanos, explotación sexual de niños y niñas, trabajo
esclavo, incluyendo la prostitución, tráfico de drogas y de armas, terrorismo y crimen
internacional organizado. Es tal la magnitud de esta
situación y el grado
de vidas inocentes que va cobrando, que hemos de evitar toda tentación de caer en
un nominalismo declaracionista con efecto tranquilizador en las conciencias.
Debemos cuidar que nuestras instituciones sean realmente efectivas en la lucha
contra todos estos flagelos.
La multiplicidad y
complejidad de los problemas exige contar con instrumentos técnicos de medida.
Esto, empero, comporta un doble peligro: limitarse al ejercicio burocrático de
redactar largas enumeraciones de buenos propósitos –metas, objetivos e
indicadores estadísticos–, o creer que una única solución teórica y apriorística
dará respuesta a todos los desafíos. No hay que perder de vista, en ningún
momento, que la acción política y económica, solo es eficaz cuando se la
entiende como una actividad prudencial, guiada por un concepto perenne de
justicia y que no pierde de vista en ningún momento que, antes y más allá de
los planes y programas, hay mujeres y hombres concretos, iguales a los
gobernantes, que viven, luchan, sufren, y que muchas veces se ven obligados a
vivir miserablemente, privados de cualquier derecho.
Para que estos hombres y
mujeres concretos puedan escapar de la pobreza extrema, hay que permitirles ser
dignos actores de su propio destino. El desarrollo humano integral y el pleno
ejercicio de la dignidad humana no pueden ser impuestos. Deben ser edificados y
desplegados por cada uno, por cada familia, en comunión con los demás hombres y
en una justa relación con todos los círculos en los que se desarrolla la
socialidad humana –amigos, comunidades, aldeas y municipios, escuelas, empresas
y sindicatos, provincias, naciones–. Esto supone y exige el derecho a la
educación –también para las niñas, excluidas en algunas partes–, derecho
a la educación que se
asegura en primer lugar respetando y reforzando el derecho primario de las
familias a educar, y el derecho de las Iglesias y de las agrupaciones sociales a sostener y
colaborar con las familias en la formación de sus hijas e hijos. La educación,
así concebida, es la base para la realización de la Agenda 2030 y para
recuperar el ambiente.
Al mismo tiempo, los gobernantes
han de hacer todo lo posible a fin de que todos puedan tener la mínima base
material y espiritual para ejercer su dignidad y para formar y mantener una
familia, que es la célula primaria de cualquier desarrollo social. Este mínimo
absoluto tiene en lo material tres nombres: techo, trabajo y tierra; y un
nombre en lo espiritual: libertad de espíritu, que comprende la libertad
religiosa, el derecho a la educación y todos los otros
derechos cívicos.
Por todo esto, la medida y
el indicador más simple y adecuado del cumplimiento de la nueva Agenda para el
desarrollo será el acceso efectivo, práctico e inmediato, para todos, a los
bienes materiales y espirituales indispensables: vivienda propia, trabajo digno
y debidamente remunerado, alimentación adecuada y agua potable; libertad
religiosa, y más en general libertad de espíritu y educación. Al mismo tiempo,
estos pilares del desarrollo humano integral tienen un fundamento común, que es
el derecho a la vida y, más en general, el que podríamos llamar el derecho a la
existencia de la misma naturaleza humana.
La crisis ecológica, junto
con la destrucción de buena parte de la biodiversidad, puede poner en peligro
la existencia misma de la especie humana. Las nefastas consecuencias de un
irresponsable desgobierno de la economía mundial, guiado solo por la ambición
de lucro y del poder, deben ser un llamado a una severa reflexión sobre el
hombre: «El hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo. El
hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza»
(Benedicto XVI, Discurso al Parlamento Federal de Alemania, 22 septiembre 2011;
citado en Laudato si’, 6). La creación se ve perjudicada «donde nosotros mismos
somos las últimas instancias [...] El derroche de la creación comienza donde no
reconocemos ya ninguna instancia por encima de nosotros, sino que solo nos
vemos a nosotros mismos» (Id., Discurso al Clero de la Diócesis de
Bolzano-Bressanone, 6 agosto 2008; citado ibíd.). Por eso, la defensa del
ambiente y la lucha contra la exclusión exigen el reconocimiento de una ley moral inscrita en la propia naturaleza
humana, que comprende la distinción natural entre hombre y mujer (cf. Laudato
si’, 155), y el absoluto respeto de la vida en todas sus etapas y dimensiones
(cf. ibíd., 123; 136).
Sin el reconocimiento de
unos límites éticos naturales insalvables y sin la actuación inmediata de
aquellos pilares del desarrollo humano integral, el ideal de «salvar las
futuras generaciones del flagelo de la guerra» (Carta de las Naciones Unidas,
Preámbulo) y de «promover el progreso social y un más elevado nivel de vida en
una más amplia libertad» (ibíd.) corre el riesgo de convertirse en un espejismo
inalcanzable o, peor aún, en palabras vacías que sirven de excusa para
cualquier abuso y corrupción, o para promover una colonización ideológica a
través de la imposición de modelos y estilos de vida anómalos, extraños a la
identidad de los pueblos y, en último término, irresponsables. La guerra es la
negación de todos los derechos y una dramática agresión al ambiente. Si se
quiere un verdadero desarrollo humano integral para todos, se debe continuar
incansablemente con la tarea de evitar la guerra entre las naciones y entre los
pueblos.
Para tal fin hay que
asegurar el imperio incontestado del derecho y el infatigable recurso a la
negociación, a los buenos oficios y al arbitraje, como propone la Carta de las
Naciones Unidas, verdadera norma jurídica fundamental. La experiencia de los 70
años de existencia de las Naciones Unidas, en general, y en particular la
experiencia de los primeros 15 años del tercer milenio, muestran tanto la
eficacia de la plena aplicación de las normas internacionales como la
ineficacia de su incumplimiento. Si se respeta y aplica la Carta de las
Naciones Unidas con transparencia y sinceridad, sin segundas intenciones, como
un punto de referencia obligatorio de justicia y no como un instrumento para
disfrazar intenciones espurias, se alcanzan resultados de paz. Cuando, en
cambio, se confunde la norma con un simple instrumento, para utilizar cuando
resulta favorable y para eludir cuando no lo es, se abre una verdadera caja de
Pandora de fuerzas incontrolables, que dañan gravemente las poblaciones
inermes, el ambiente cultural e incluso el ambiente biológico.
El Preámbulo y el primer
artículo de la Carta de las Naciones Unidas indican los cimientos de la
construcción jurídica internacional: la paz, la solución pacífica de las
controversias y el desarrollo de relaciones de amistad entre las naciones.
Contrasta fuertemente con estas afirmaciones, y las niega en la práctica, la
tendencia siempre presente a la proliferación de las armas, especialmente las
de destrucción masiva como pueden ser las nucleares. Una ética y un derecho
basados en la amenaza de destrucción mutua –y posiblemente de toda la
humanidad– son contradictorios y constituyen un fraude a toda la construcción
de las Naciones Unidas, que pasarían a ser «Naciones unidas por el miedo y la
desconfianza». Hay que empeñarse por un mundo sin armas nucleares, aplicando
plenamente el Tratado de no proliferación, en la letra y en el espíritu, hacia
una total prohibición de estos instrumentos.
El reciente acuerdo sobre
la cuestión nuclear en una región sensible de Asia y Oriente Medio es una
prueba de las posibilidades de la buena voluntad política y del derecho,
ejercidos con sinceridad, paciencia y constancia. Hago votos para que este
acuerdo sea duradero y eficaz y dé los frutos deseados con la colaboración de
todas las partes implicadas. En ese sentido, no faltan duras pruebas de las
consecuencias negativas de las intervenciones políticas y militares no
coordinadas entre los miembros de la comunidad internacional. Por eso, aun
deseando no tener la necesidad de hacerlo, no puedo dejar de reiterar mis
repetidos llamamientos en relación con la dolorosa situación de todo el Oriente
Medio, del norte de África y de otros países africanos, donde los cristianos,
junto con otros grupos culturales o étnicos e incluso junto con aquella parte
de los miembros de la religión mayoritaria que no quiere dejarse envolver por
el odio y la locura, han sido obligados a ser testigos de la destrucción de sus
lugares de culto, de su patrimonio cultural y religioso, de sus casas y haberes
y han sido puestos en la disyuntiva de huir o de pagar su adhesión al bien y a
la paz con la propia vida o con la esclavitud.
Estas realidades deben
constituir un serio llamado a un examen de conciencia de los que están a cargo
de la conducción de los asuntos internacionales. No solo en los casos de
persecución religiosa o cultural, sino en cada situación de conflicto, como en
Ucrania, en Siria, en Irak, en Libia, en Sudán del Sur y en la región de los
Grandes Lagos, hay rostros concretos antes que intereses de parte, por
legítimos que sean. En las guerras y conflictos hay seres humanos singulares,
hermanos y hermanas nuestros, hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, niños y
niñas, que lloran, sufren y mueren. Seres humanos que se convierten en material
de descarte cuando solo la actividad consiste solo en enumerar problemas,
estrategias y discusiones.
Como pedía al Secretario
General de las Naciones Unidas en mi carta del 9 de agosto de 2014, «la más
elemental comprensión de la dignidad humana obliga a la comunidad
internacional, en particular a través de las normas y los mecanismos del
derecho internacional, a hacer todo lo posible para detener y prevenir
ulteriores violencias sistemáticas contra las minorías étnicas y religiosas» y
para proteger a las poblaciones inocentes.
En esta misma línea
quisiera hacer mención a otro tipo de conflictividad no siempre tan explicitada
pero que silenciosamente viene cobrando la muerte de millones de personas. Otra
clase de guerra que viven muchas de nuestras sociedades con el fenómeno del
narcotráfico. Una guerra «asumida» y pobremente combatida. El narcotráfico por
su propia dinámica va acompañado de la trata de personas, del lavado de
activos, del tráfico de armas, de la explotación infantil y de otras formas de
corrupción. Corrupción que ha penetrado los distintos niveles de la vida
social, política, militar, artística y religiosa, generando, en muchos casos,
una estructura paralela que pone en riesgo la credibilidad de nuestras
instituciones.
Comencé esta intervención
recordando las visitas de mis predecesores.
Quisiera ahora que mis
palabras fueran especialmente como una continuación de las palabras finales del
discurso de Pablo VI, pronunciado hace casi exactamente 50 años, pero de valor
perenne, cito: «Ha llegado la hora
en que se impone una pausa, un momento de recogimiento, de reflexión, casi de
oración: volver a pensar en nuestro común origen, en nuestra historia, en
nuestro destino común. Nunca, como hoy, [...] ha sido tan necesaria la
conciencia moral del hombre, porque el peligro no viene ni del progreso ni de
la ciencia, que, bien utilizados, podrán [...] resolver muchos de los graves
problemas que afligen a la humanidad» (Discurso a los Representantes de los
Estados, 4 de octubre de 1965).
Entre otras cosas, sin
duda, la genialidad humana, bien aplicada, ayudará a resolver los graves
desafíos de la degradación ecológica y de la exclusión. Continúo con Pablo VI:
«El verdadero peligro está en el hombre, que dispone de instrumentos cada vez
más poderosos, capaces de llevar tanto a la ruina como a las más altas
conquistas» (ibíd.). Hasta aquí Pablo VI.
La casa común de todos los
hombres debe continuar levantándose sobre una recta comprensión de la
fraternidad universal y sobre el respeto de la sacralidad de cada vida humana,
de cada hombre y cada mujer; de los pobres, de los ancianos, de los niños, de
los enfermos, de los no nacidos, de los desocupados, de los abandonados, de los
que se juzgan descartables porque no se los considera más que números de una u
otra estadística. La casa común de todos los hombres debe también edificarse
sobre la comprensión de una cierta sacralidad de la naturaleza creada.
Tal comprensión y respeto
exigen un grado superior de sabiduría, que acepte la trascendencia de uno mismo,
que renuncie a la construcción de una elite omnipotente, y comprenda que el
sentido pleno de la vida singular y colectiva se da en el servicio abnegado de
los demás y en el uso prudente y respetuoso de la creación para el bien común.
Repitiendo las palabras de Pablo VI, «el edificio de la civilización moderna
debe levantarse sobre principios espirituales, los únicos capaces no sólo de
sostenerlo, sino también de iluminarlo» (ibíd.).
El gaucho Martín Fierro,
un clásico de la literatura en mi tierra natal, canta: «Los hermanos sean
unidos porque esa es la ley primera. Tengan unión verdadera en cualquier tiempo
que sea, porque si entre ellos pelean, los devoran los de afuera».
El mundo contemporáneo,
aparentemente conexo, experimenta una creciente y sostenida fragmentación
social que pone en riesgo «todo fundamento de la vida social» y por lo tanto
«termina por enfrentarnos unos con otros para preservar los propios intereses»
(Laudato si’, 229).
El tiempo presente nos
invita a privilegiar acciones que generen dinamismos nuevos en la sociedad
hasta que fructifiquen en importantes y positivos acontecimientos históricos
(cf. Evangelii gaudium, 223). No podemos permitirnos postergar «algunas agendas»
para el futuro. El futuro nos pide decisiones críticas y globales de cara a los
conflictos mundiales que aumentan el número de excluidos y necesitados.
La laudable construcción
jurídica internacional de la Organización de las Naciones Unidas y de todas sus
realizaciones, perfeccionable como cualquier otra obra humana y, al mismo
tiempo, necesaria, puede ser prenda de un futuro seguro y feliz para las
generaciones futuras. Y lo será si los representantes
de los Estados sabrán dejar de lado intereses sectoriales e ideologías, y
buscar sinceramente el servicio del bien común. Pido a Dios Todopoderoso que
así sea, y les aseguro mi apoyo, mi oración y el apoyo y las oraciones de todos
los fieles de la Iglesia Católica, para que esta Institución, todos sus Estados
miembros y cada uno de sus funcionarios, rinda siempre un servicio eficaz a la
humanidad, un servicio respetuoso de la diversidad y que sepa potenciar, para
el bien común, lo mejor de cada pueblo y de cada ciudadano. Que Dios los
bendiga a Todos.
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