Estoy sentado en una silla plástica gris frente a una mínima mesa plástica gris y otra silla plástica gris vacía esperando por Gerardo Hernández
en la sala de visita de la penitenciaría federal de máxima seguridad en
Victorville, California. A mi lado, en una distribución similar de
asientos, un negro de mediana edad habla con una mujer, supuestamente su
esposa; otros negros hablan con sus cónyuges. Dos muchachitos salen
corriendo de la “sala de niños” hacia el padre para conseguir una
caricia.
Cuatro guardas conversan y observan a los visitantes y a los
reclusos. No debe haber intercambio de contrabando ni “tocarse en
exceso”.