Por Michael Moore
Amigos:
Desde que Caín enloqueció y mató a Abel, siempre ha habido humanos
que por una razón u otra pierden la cabeza en forma temporal o
definitiva y cometen indecibles actos de violencia. Durante el primer
siglo de nuestra era, el emperador romano Tiberio gozaba despeñando a
sus víctimas desde un risco en la isla de Capri, en el Mediterráneo.
Gilles de Rais, caballero francés aliado de Juana de Arco en la Edad
Media, se volvió loco un día y acabó asesinando a cientos de niños.
Apenas unas décadas después Vlad el Empalador, en Transilvania, tenía
innumerables modos horripilantes de acabar con sus víctimas; en él se
inspiró el personaje de Drácula.
En tiempos modernos, casi en toda nación hay un sicópata o dos que
cometen homicidios en masa, por estrictas que sean sus leyes en materia
de armas: el demente supremacista blanco cuyos atentados en Noruega
cumplieron un año este domingo; el carnicero del patio escolar en
Dunblane, Escocia; el asesino de la Escuela Politécnica de Montreal, el
aniquilador en masa de Erfurt, Alemania… la lista parece interminable. Y
ahora el tirador de Aurora, el viernes pasado. Siempre ha habido orates y siempre los habrá.