Cuando los almendros necesitaban curarse de miedos por una posible
tala a manos de insensibles, allí estaba ella, defendiendo la vida de
los tallos y las ramas porque de pequeña supo que existen latidos más
allá de los humanos.
Cuando hacía falta una broma inolvidable que alegrara el equilibrio
de la familia numerosa, allí estaba ella disfrazada de fantasma,
pintando un caballo para que el dueño se asustara, cerrando una llave de
paso para dejar al visitante enjabonado.
Cuando, en tiempos de prejuicios colosales, se precisaba cruzar
líneas vedadas, allí estaba ella persiguiendo un aterrador zepelín por
los cielos de Media Luna, haciendo volar el automóvil familiar por los
terraplenes, inventando piruetas en una avioneta con un amigo, galopando
a más no dar por tierras preñadas de cañaverales.
Cuando el Apóstol demandaba, modestamente, una morada en el Turquino a
cien años de su nacimiento, apareció ella para subir con Martí la
cresta más alta y luego susurrarle al oído: «No estarás solo, siempre
estaré contigo».
Cuando al tronco de la familia, Manuel, un cespediano convencido, le
urgía la ayuda para sacar muelas o atender sin cobrar a un pobre
campesino, allí estaba ella como mano derecha de ese padre que le enseñó
los surcos de la ética y la Patria.
Cuando las circunstancias exi-gían lo increíble, llegaba ella para
edificarlo: salvaguardó a los dispersos de un naufragio guerrillero, se
construyó una barriga de embarazada para burlarse de una persecución de
buitres, se escondió en un nutrido marabuzal que le clavó decenas de
espinas en la cabeza con tal de salvar los secretos de la guerra, se
convirtió en la primera de ropa verde olivo en todo un ejército de
barbudos soñadores.
Cuando al líder de la nación le apremiaba resolver un asunto
perentorio, allí estaba ella, nunca como sombra, sino como luz,
allanando el camino.
Cuando la magia buscaba un nombre para trazar puentes, allí estaba
ella con sus pétalos, dejándolos como huella en la Comandancia General
de la Plata, el Parque Lenin, el Palacio de Convenciones, los trillos de
la Sierra...
Cuando alguien, hastiado de dar vueltas en torno a los
«peloteadores», requería un rayo de sol que derritiera tanta burocracia,
decía: «Voy a escribirle a ella»; y pronto tenía la respuesta y muchas
veces hasta una solución salvadora.
Cuando era imprescindible el detalle, allí estaba ella porque había
venido del detalle mismo. Siempre tenía una cuota de su agitado reloj
para atender la llamada en la madrugada, para acopiar el papelito
aparentemente intrascendente que después haría historia, para cuidar
decenas de hijos adoptivos que bajaron de lejanas montañas.
Cuando la modestia necesitaba un ejemplo para estrujarle la cara
agria a la vanidad, allí estaba ella viva, dejándose robar por los
paisajes, pensando en los helechos o los caracoles silvestres de la
playa, ayudando al país en total silencio, haciendo por Cuba aun con la
sospecha de que aquel enero de 1980 era el último, tejiendo obras y
amando; jamás presentándose como diputada o desde su peldaño partidista,
llamándose siempre, con admirable sencillez, ¡Celia!
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