domingo, junio 18, 2017

Afortunada

  • Hoy este espacio se viste de lujo al ser honrado con una crónica, salida del alma de la joven periodista Yuliet Calaña, quien tiene tanta fuerza en la mente como en su noble corazón. Aquí se la entrego.

No fue él quien puso el espermatozoide que fecundó el óvulo de mi madre para engendrarme. No la ayudó a escoger mi nombre, ni estuvo cuando me salió el primer diente, ni mi dedo minúsculo apuntó hacia él cuando aprendí a decir papá, ni aparece en las fotos del año, ni del primer día en la escuela, ni en las de la tabla de Preescolar. Él llegó mucho después a mi vida, pero con un torbellino de amor que bastó para los días presentes y los pasados; y a estas alturas sé que todo el que me ha dado alcanzará también para cuando ya no esté.


Llegó tarde a mi vida, pero se volvió omnipresente. Estuvo para apoyarme en mis crisis de la adolescencia, para llevarse un susto de muerte cuando me bajó la regla por primera vez y pensó que algo terrible me pasaba, para criarme el puerco de la celebración de los quince, para los días de visita en la Secundaria y el Pre, para juntar con mi madre el dinerito mensual que me enviaban a la Universidad, para rendirle cuenta cuando dejé de ser virgen, para hacerle las pruebas de aptitud a los novios aspirantes, para ponerlos en su lugar si se salían del tiesto, para hacerlos entender que su hija era “la mejor muchacha del mundo y difícilmente encontrarían otra igual”. Sí, su hija, porque ante la pregunta de los indiscretos él nunca nos presentó a mí y a mi hermano como su hijo y la hija de su mujer, sino como sus dos hijos… nunca he escuchado de su boca “el dueño de la vaca es el dueño del ternero” y bien que podría usar la popular frase porque también ama mucho a las vacas y a los terneros, pero sucede que su amor por mí ya es independiente al que siente por mi madre. Si algún día hay separación, que Dios no lo permita, me queda clarísimo que seguiré siendo su hija, por los siglos de los siglos. 

Todos los días de los padres le regalo camisas, gorras, cintos, zapatos, perfumes que no usa casi nunca. Prefiere esperar el día con su overol azul de faena que se va transformando con el paso de las horas en negro como prueba de que él empata los trabajos: arar la tierra ahora, arreglar el tractor después, herrar el caballo luego y así infinitamente. Si algún regalo me exige él es que siga siendo buena persona, que siga regalándole mi sonrisa en las mañanas, que siga sumándole premios a la mesetica que me construyó para eso en el pasillo de la sala a la cocina ,que siga sacándole en la calculadora de mi celular las cuentas de las cosechas familiares ,que siga apareciendo en el televisor hablando de deportes a las 6 y 15 de la tarde cuando él se sienta para coger un 10 antes de bañarse y también, cuando pueda, sin apuro, que le dé su tercer nieto. Sin embargo, yo nunca le he dicho papá, supongo que sea porque esa palabra me quema un poco los labios, porque aprendí a decirla hace muchos años cuando la inocencia me hizo asociar la palabra “padre” con el desamparo, con alguien que se va…y yo lo que quiero es que él se quede para siempre, iluminándome la vida, como hasta hoy.💖💖💖💖💖

PD: Al Rolo, el guajiro más noble que come arroz con cuchara en esta Isla y a quienes como él hacen que ser padres trascienda la Biología.

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