Por: Rosa Miriam Elizalde
«Hay que ir al centro (de la Isla) siempre, no ponerse en la orilla a aullar a otra vida mejor o peor de nuestro mismo mundo.» Juan Ramón Jiménez.
Juan Ramón Jiménez le dio a la generación de escritores cubanos que se organizó en torno a la Revista Orígenes, en la década del 30 del Siglo XX, una lección de poesía, que era, también, ética: mirar Isla adentro. «Cuando el mar de una Isla no es solo mar para ir a otra parte, sino para que lo pasee y lo goce, mirando hacia dentro, el cargado de conciencia universal tanto como el satisfecho inconsciente, esa Isla será alta y hondamente poética, no ya para los de fuera sino, sobre todo, para los de dentro», escribió en el prólogo a La poesía cubana en 1936.
Con el mar en el horizonte de la ventana de mi casa y mientras mi vecina riega las arecas del pasillo interior del edificio, me pregunto si los medios internacionales, que tanta atención le prestan a Cuba, verdaderamente han mirado dentro de la Isla. ¿Quién le ha preguntado a ella o a cualquier otra mujer que cada tarde hace la cola del pan e inventa la comida del día, lo que piensa de la salud de Fidel? ¿A cuántos lectores llegaron las palabras de esas personas que cruzan apuradas la calle, para aventurarse en el «camello» después de una dura jornada de trabajo? ¿En qué medios de la llamada «gran prensa» se ha intentado hallar una respuesta desprejuiciada al «traspaso de poderes sin que se haya alterado la vida cotidiana», que todos los corresponsales perciben, como mismo podrían dar fe de que hoy hace un sol espléndido, ideal para irse a la playa?
Me temo que la mayoría de los lectores españoles, por ejemplo, han sido privados, alevosamente, del derecho a escuchar lo que pensamos muchísimos cubanos, y son rehenes de unas pocas opiniones y sus galerías de espejos. No hablo por todos los cubanos, pero camino las calles, sufro las colas y comparto las luces y las sombras de este país como cualquier hijo de vecino, y en estos días no se habla de otra cosa que de Fidel con los amigos, los compañeros de trabajo, los conocidos y desconocidos, y con aquellos que te reconocen como periodista y te interrogan, mirándote a los ojos e intentando buscar más información de la que dices en el periódico.
Hasta el domingo, en que se divulgaron las fotografías de Fidel convaleciente, se vivía un país inusual: la gente hablaba poco y casi en susurros. La Habana, una de las ciudades más ruidosas del planeta, de pronto enmudeció. La bulla cubana, ese lugar común de nuestra idiosincrasia, fue sustituida por el silencio, por una consternación callada, por un repliegue al dolor. La proclama donde se dio a conocer la noticia de la operación de Fidel había dejado a la Isla sin palabras. ¿Por qué? «La gente sabe que Fidel dice siempre la verdad, por dura que sea», comentaba el canciller Felipe Pérez Roque en un documental transmitido por la televisión, que hizo llorar a millones de personas en la noche del do mingo.
Si el Comandante en Jefe advertía que había sido sometido a una operación muy riesgosa y delegaba por primera vez todas sus responsabilidades, nadie dudaba de que su vida corría peligro. Si luego él nos explicaba que su enfermedad pasaría a «secreto de Estado», lo entendíamos perfectamente. Vivir en una Isla sometida al cerco y al morboso examen de los medios, te enseña a comprender y a respetar a un ser humano que no quiere ser sometido al espectáculo, ni expuesto a todas las miradas y a todos los malentendidos.
Por más que nos consideren un monolito —lo mismo para atribuirnos colectiva inconformidad que cobardía generalizada—, nuestro dolor no vino por decreto, ni la angustia que compartíamos estuvo asociada al destino político, como se ha tratado de hacer ver mar afuera, sino a la posibilidad real de que Fidel nos falte físicamente. Solo a quienes no hayan vivido la cotidianidad esencial de la Isla se les puede ocurrir que, en un momento tan dramático, el ciudadano común de este país fuera a preocuparse de otra cosa ajena a la vida de uno de los pocos jefes de Estado profundamente amado por su pueblo.
Solo por eso, las imágenes de celebración en Miami causaron aquí un profundo desprecio. No por estar acostumbrados a este tipo de reacciones, deja de asombrarnos la perfidia y la superficialidad que demuestran. Quien festeja la muerte y disfruta del dolor de los otros, es un sádico, pero quien, además, subestima la relación que tiene un líder como Fidel con los habitantes de su país es un ignorante irresponsable.
El odio, por más que les pese reconocer a quienes levantan polvaredas en torno a la transición o la sucesión —términos, por cierto, acuñados por el Departamento de Estado norteamericano—, solo tiene expresión en los deseos de quienes no han trascendido la orilla de la Isla y no tiene base en signos reales. Como ha ocurrido en otros períodos de riesgos y cargados de amenazas, la Revolución está más sólida que nunca y con un apoyo popular decidido y compacto. Es lo que puede explicar que la palabra «tranquilidad» no la haya puesto en duda ni un grito, ni el roce de una piedra que, como se sabe, cuando tienen lugar en Cuba suelen ser noticia de primera plana, aunque en ese mismo instante estén cayendo bombas «quirúrgicas» en un orfanato de Iraq.
La notoria derechización de los gobiernos de este mundo, la actitud hostil hacia Cuba de Estados Unidos y sus ventrílocuos, y la satanización mediática en torno a la Isla, han hecho concebir a la administración norteamericana, los extremistas de Miami y a buena (o mala) parte de los analistas internacionales, la ilusión de que con la muerte de Fidel caerá inevitablemente el gobierno revolucionario. Ese deseo enfermizo les impide ver qué será Cuba cuando él ya no esté en las tribunas: un país que se parecerá bastante a lo que ahora mismo es.
El poeta cubano Roberto Fernández Retamar, presidente de la Casa de las Américas, lo explicaba de modo insuperable: «Se nos pregunta con frecuencia cómo será nuestro futuro. Pero el futuro no empieza con un hachazo, como tampoco lo hace el alba, según experimentamos quienes hemos contemplado el glorioso espectáculo del amanecer en medio del mar, ni la primavera “que ha venido”, escribió Antonio Machado, “y nadie sabe cómo ha sido”. Hay que ser muy poco perspicaz para no reparar en que nuestro futuro ya ha comenzado cuarenta años después».
Más que en otras circunstancias he sentido un enorme consenso en torno a esta idea de Fernández Retamar. Sin dudas, el futuro ha comenzado hace tiempo, aspirando a cambios, claro que sí, pero dentro de la Revolución y no al margen de ella. En vez de especular, «el cargado de conciencia universal tanto como el satisfecho inconsciente» que intenta descifrar la Isla, debería preguntarse por qué no tiene ningún atractivo para nosotros la famosa noción del pluripartidismo, que movilizó a las sociedades del Este y ha convertido en misioneros de un solo modelo de democracia a tantos opinantes que nos miran siempre por encima del hombro.
Quienes están obsesionados con nuestra «libertad», deberían entender la incongruencia entre esa palabra y el entusiasmo por descalificar, acorralar y humillar a los que vivimos en Cuba. Deberían dar un paso más acá de la orilla y despojarse del fantasma de Franco, que nada tiene que ver con nuestra historia. Deberían respetar nuestros sentimientos. Deberían oírnos. Deberían seguir el consejo de Juan Ramón…
No se queden ahí parados. Entren, por favor, Isla adentro.
Publicado en El Mundo, este sábado 19 de agosto