lunes, enero 08, 2007
¡NO ME DEJES MORIR!
Por Julio César Sánchez Guerra
Presidente Sociedad Cultural José Martí
Ahorcaron a Saddam Hussein. Un regalo de fin de año en medio de una celebración religiosa musulmana. Había que ahorcarlo en el año viejo para que se llevara lo malo; un obsequio para detener la caída en picada de la popularidad del presidente Bush.
Duele la muerte de un hombre; no importa el tamaño de la culpa.
¿Quién podrá ahorcar el terrorismo, la violencia, el odio del hombre por el hombre? La guerra es un negocio. La Condoleeza Rice dice que la guerra es una inversión. Y esa guerra traga papeles verdes, edificios, culturas milenarias, niños, mujeres, ancianos, sueños, seres humanos. La democracia se mece con una soga en la garganta en el patíbulo de la hipocresía.
Las mujeres iraquíes lloran con gritos que se alzan como un coro de dolor colectivo; rasgan sus caras con las uñas y parecen que preguntan al cielo: ¿Alá, tú no me escuchas?
Las madres norteamericanas también lloran a sus hijos recién salidos de la Universidad o de la adolescencia, con los ojos llenos de sueños y proyectos: Las madres norteamericanas miran a la Casa Blanca, cierran los puños y preguntan al Presidente: ¿Por qué esta guerra atroz?
Irak huele a pólvora, a carne quemada; la muerte es diaria, masiva, a cualquier hora y aún así no borra el dolor; el humo negro no cesa en la ciudad, el ruido de las bombas se convierte en campana de la muerte marcando el paso de las horas.
Un yanqui, que es un soldado con familia, golpea un día cualquiera a un iraquí que se cubre el rostro y pide otras manos que le sirvan de escudo. No lejos de allí en una cárcel sin muchos testigos, unas manos manchadas de sangre superan el aceite y el azufre del infierno; el hombre se despoja de su condición humana y vuelve indetenible al estadío del reptil, sin emociones ni llantos con una hilera de dientes y el hábito instintivo de la mordida.
Mientras todo pasa, el televisor, que sirve de puente para ver la guerra desde la casa tibia del hombre, deja oir la voz angustiosa de un soldado yanqui: ¡Don´t let me die…! ¡don´t let me die! (¡No me dejes morir!)
Estaba malherido, el médico promete salvarle la vida; tan mal herido, que el soldado norteamericano, joven, hijo de familia y con otra familia por fundar en la paz limpia de su hogar, murió lejos de su tierra. Murió como otros tres mil según cifras admitidas por el Pentágono. Otra familia norteamericana guardará luto para siempre.
¡No señor Bush!, no ahorcaron a Saddam; ahorcan todos los días el derecho de los otros a vivir con dignidad.
¡No señor Bush!, no fueron a liberar a Irak de un dictador con armas prohibidas, fueron a establecer la dictadura del miedo y la mentira; no fueron a ningún rincón oscuro a combatir el terrorismo; fueron a hacer del terror el arma eficaz para que el petróleo siga alimentando el consumismo y el egoísmo desenfrenados.
No fueron a revivir la democracia, sino, a hundir todos los sueños de justicia entre los hombres.
La libertad sangra, malherida, y su rostro irreconocible de tanta bofetada, nos grita desde el dolor más profundo de la tierra: ¡BASTA!