Por Armando Pérez Fernández
Un par de legislaciones sancionadas por el Congreso estadounidense y un programa gubernamental, recientemente corregido y ampliado, constituyen hoy el cuerpo legal del bloqueo de Estados Unidos contra Cuba.
De esta manera Washington intenta legitimar su ilegal acoso comercial, económico y financiero a la isla, inaugurado hace 47 años como una medida de fuerza hacia un país que desarrolló una profunda e inconsulta revolución.
El más reciente ensayo jurídico, de carácter gubernamental, es el conocido como Plan Bush en la nación antillana, que para la Casa Blanca tiene el nombre de Plan de Asistencia para una Cuba Libre, de propósitos anexionistas.
Para las autoridades de la isla, el aspecto más preocupante de este documento presentado el pasado julio por la actual administración es una cláusula secreta, que podría contener intenciones bélicas, según plantean altos funcionarios cubanos.
No tengo la menor idea de su contenido, pero estoy pensando en sangre, violencia, crimen, acciones encubiertas, propaganda, afirmó la víspera sobre este capítulo el presidente del Parlamento cubano, Ricardo Alarcón.
Por lo demás, el documento estadounidense es más de lo mismo: acciones de subversión, propaganda anticubana, cabildeo internacional contra la mayor de las Antillas y, por supuesto, reforzamiento del bloqueo.
El plan prohíbe los viajes a la isla, la importación de equipos médicos y fármacos, veta el comercio del níquel y el petróleo cubanos, y hasta proyecta el encauzamiento judicial de quienes violen las restricciones expuestas.
Además, refrenda la aplicación de la Ley Torricelli (1992), y defiende la entrada en vigor de dos capítulos de la extraterritorial Ley Helms-Burton (1996).
Ambas normas, célebres por su afectación a terceros, fueron firmadas en los años más difíciles de la crisis de los 90, conocida aquí como período especial, caracterizada por un profundo desabastecimiento y casi nula actividad económica.
Entonces la nación caribeña perdió el 85 por ciento de su comercio exterior tras la desaparición del campo socialista europeo.
El fin era cortar toda posibilidad de desarrollo económico en un momento en que la isla reordenaba su política comercial, mientras en Miami muchos preparaban las maletas y desempolvaban viejos títulos de propiedades nacionalizadas.
Ese primer engendro, como llaman los cubanos a ambas sanciones, fue aprobado con el nombre de Ley Torricelli e interrumpió bruscamente las importaciones procedentes de subsidiarias norteamericanas en terceros países, que representaban un monto de 718 millones de dólares.
El 91 por ciento de ese rescindido intercambio lo constituían alimentos y medicinas compradas fuera de Estados Unidos.
En un verdadero dolor de cabeza se convirtieron, asimismo, las comunicaciones marítimas para Cuba, a consecuencia de las severas prohibiciones impuestas por la Torricelli a la navegación marítima.
Quedó institucionalizado que el buque de cualquier nación soberana que toque puerto insular, no podrá atracar en una rada norteamericana hasta transcurridos seis meses.
La disposición disparó enormemente los precios de los fletes y elevó aún más el riesgo en las transacciones comerciales y las operaciones de acarreos de mercancías hacia y desde la isla.
A pesar del viento del norte en contra, la nación antillana comenzó a mostrar signos de recuperación económica en la segunda mitad de la década de los 90, lo que obligó a aquellos que se habían quedado con las maletas hechas a inventar nuevas estratagemas.
Entonces llegó la Ley Helms-Burton, firmada por el entonces presidente William Clinton ante un nutrido público compuesto por la extrema derecha anticubana de Miami, promotor y financista de la legislación.
La nueva medida recrudeció los efectos del bloqueo, incrementó el número y alcance de las disposiciones de efecto extraterritorial e impuso la persecución y sanción a actuales y potenciales inversionistas extranjeros en Cuba.
Por otra parte, autorizó el financiamiento de acciones hostiles, subversivas y agresivas contra el pueblo cubano, como demostración de que Washington está implicado en la dolorosa estela de más de cuatro décadas de terrorismo dirigido a la isla.
Los estimados oficiales, siempre conservadores, consideran que el bloqueo estadounidense ha costado más de 86 mil millones de dólares a la economía antillana