Por Sergio I. Rivero Carrasco
En la víspera de
la celebración que cada año acoge al tercer domingo de junio para agasajar a
los padres, me parece oportuno hacer algunas reflexiones que a mi juicio,
vendrían muy bien a los que tenemos la hermosa dicha de ser papá y haber vivido
momentos hermosos en la crianza de nuestros hijos.
Es un concepto
casi generalizado en nuestra sociedad que cuando hablamos de crianza de los
niños, la primera imagen que viene a la mente es la de la madre; la cultura
familiar al estilo tradicional, el machismo heredado unido a las malas
costumbres practicadas por años justifican ese razonamiento, pero es que
también tenemos loables ejemplos de padres que han asumido la crianza de sus hijos
por circunstancias de la vida y ha sido exitoso.
Pensar en
positivo, razonar con cordura, hacerle cosquillas a las fibras más sensibles de
nuestros corazones harán que sintamos el más profundo amor por nuestros
“cachorros”. Porque si bien es cierto que no amamantamos a los críos como
nuestras esposas, sí compartimos las mismas responsabilidades en su cuidado y
crianza. No hay que amamantar para amar.
Que un padre no amamante no significa que no deba tener las mismas
responsabilidades
que la madre. Los padres también disfrutamos
de los momentos de cercanía con nuestros hijos, de las canciones de cuna, de
sentirles en el pecho, de escuchar cómo respira, de saber que esa pequeña
criatura crecerá a nuestro lado y se convertirá en una u otra persona dependiendo
de la educación que le proporcionemos diariamente.
El
amor que profesamos por nuestros hijos es incondicional con independencia de
que no se formó en nuestro vientre y hayamos pasado por los malos o buenos
momentos de sentir los dolores y malestares de un parto; esas son bondades con
las que la madre natura dotó a las mujeres y como hombres celebramos esa magia
en el cuerpo de ellas y admiramos con denuedo esas virtudes. Pero el amor no es
abstracto, tiene matices y acciones concretas que se traducen en la guarda de
nuestras responsabilidades paternales, porque si de algo debemos estar
convencidos, es de que nosotros “no ayudamos” a las madres de nuestros nenes a
su crianza, sino que compartimos con ellas esa hermosa y tremenda
responsabilidad que nos acompaña el resto de nuestras vidas.
Por
fortuna hoy los roles de género han
cambiado y cada vez son más los padres que asumimos las mismas
responsabilidades que las mujeres tanto dentro como fuera del hogar, y ese
“pequeño detalle” será muy importante para lograr que las interacciones con nuestros
hijos se queden marcadas para siempre en
sus corazones; marcas que le ayudarán a desarrollar de forma más positiva o
negativa su personalidad y sus emociones, en dependencia de la intensidad con
las que ellas se realicen.
Quien
entrega amor, recoge amor. Hacer el bien noble y sanamente engendra virtudes.
Cuando cargamos a los pequeños y los juntamos a nuestros cuerpos, piel con
piel, sintiendo esa sensación de hermosa tranquilidad mutua que no es más que
amor, les estamos haciendo el símil de su madre cuando los amamanta y les
transmite confianza y seguridad. La figura paterna es imprescindible para que
los hijos crezcan sanos y libres, sin sufrimientos ni ataduras, sin los malos
ejemplos de violencia o maltrato físico o verbal.
“Los años pasan
madurando, no envejeciendo”, sentenció nuestro Martí, y no se equivocó; este
legado nos convida a mantener vital los sentimientos, hacer de la vida una actualización
constante, mantener un pensamiento acorde a los nuevos tiempos para comprender
mejor a los hijos y corresponder a su bienestar emocional.
Estamos convencidos de que aunque no
amamantamos, sí amamos a los niños desde que son
concebidos, y cuando nacen necesitan de nuestra presencia siempre afectuosa,
cercana y amorosa. Si logramos que nuestra unión familiar sea
perdurable, podremos desde bien cerca en el hogar, centrarnos en lograr que nuestras
descendencias crezcan como seres humanos nobles, amorosos y responsables.
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