Por
Julio César Sánchez Guerra
Nuestros
abuelos decían: «Habla bajito que las paredes tienen oídos». Se trataba
entonces de algo muy confidencial o un chismecito del barrio, pero aquello de
ponerle oídos a las paredes sonaba a un sentido bien figurado.
Resulta
que ahora las paredes tienen oídos, ojos y hasta lengua para lanzar algún
mensaje. Nunca antes habíamos vivido en sociedades tan vigiladas.
La
vigilancia se convierte en acumulación de datos, resultados de la huella que
dejamos en internet y que las empresas venden como si fuera un mineral muy
valioso. Datos que recogen con las veces que marcamos: «Me gusta» o con las
búsquedas que hacemos en sitios y redes.
Toda
esa información de vigilancia es utilizada para estimular lo que compras y
consumes, y establecer patrones de conducta política.
A
esta realidad de nuevas tecnologías se unen dos pulsiones de los seres humanos:
la pulsión escópica y exhibicionista. Es decir, el hombre es un mirón por
naturaleza, alguien que curiosea y eso está en la base misma de su existencia.
Pero es alguien que le gusta que el otro lo mire, y lo eleve.
Las
redes sociales exacerban esas pulsiones. Miro y me miran. Las emociones y
sensaciones se van por encima de la reflexión, del ejercicio crítico del
pensamiento. Una especie de chancleteo digital se apodera de discusiones de las
que no nace la verdad o la comprensión entre los seres humanos.
Mientras,
las matrices de opinión imponen en los grandes medios una narrativa ajustada a
intereses de los poderosos. «La verdad» es solo una herramienta más para
engañar, confundir, librar guerras sicológicas.
Ante
tal bombardeo de mentiras o medias verdades se sucumbe o se da la espalda,
buscando en el entretenimiento todo alejamiento a la «política sucia e inútil».
Pero ahí también nos dominan: nos arman otra realidad; la hiperrealidad
convertida en una descompensación de lo real. Las paredes tienen oídos, pero ya
no resulta fácil distinguir a las propias paredes.
Arde
la Amazonía, pero arde el hombre que se descompone fragmentado por el egoísmo y
la
Superar
en fin, la vigilancia de oídos en las paredes de las nuevas tecnologías y la
hegemonía, con la cultura como brújula. Al Ulises mitológico lo ataron a un
mástil para que no se lanzara al mar ante el canto de las sirenas. Al hombre
hoy lo seducen con sirenas inteligentes, voces engañosas, y no hay mástiles
para sobrepasar la historia, solo la cultura que emancipa, y un poco de amor
para no perder la fe en lo mejor del hombre.
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