Por Ricardo Alarcón de Quesada.
El 10 de julio de 2006 Bush aprobó "medidas adicionales" contra Cuba algunas de las cuales apuntan directamente a quienes comercian con la Isla o tienen inversiones aquí. Entre ellas reitera la posibilidad de iniciar los juicios previstos en el Título III de la Ley Helms-Burton para algunos países selectivamente —por el lenguaje empleado parece que amagan con empezar por Venezuela pero nadie sabe lo que ocurrirá una vez que destapen la Caja de Pandora— y anuncia que "aplicarán vigorosamente" el Título IV "enfocando especialmente su aplicación" precisamente en aquellos sectores donde están más involucrados los europeos.
Cuando en 1996 Estados Unidos promulgó la Ley Helms-Burton hubo protestas en Europa. Calificaron el texto norteamericano como extraterritorial y contrario a las normas relativas al comercio internacional. Pero no condenaron su carácter genocida e intervencionista, ni su propósito de acabar con la independencia y soberanía de Cuba y de someterla a un régimen de servidumbre y completa dominación.
A la Unión Europea nada más le molestaban algunos aspectos de aquella Ley que afectaban sus propios intereses. Por eso protestó solamente por los Títulos III y IV del adefesio legislativo.
El primero otorga una autoridad completamente ilegal a los tribunales norteamericanos para emprender juicios, a partir de reclamaciones presentadas por supuestos ex dueños de propiedades nacionalizadas por la Revolución, contra cualquier persona que las utilice ahora de cualquier manera, y el otro niega visas de entrada a Estados Unidos a quienes inviertan en Cuba, prohibición que extienden también a sus cónyuges e hijos y de la cual han sido objeto ya personas de diversas nacionalidades.
Sobre el resto, la parte más grave y extensa del documento, Europa no emitió sonido alguno. De esos capítulos no habló sencillamente porque los gobiernos europeos, de un modo u otro, eran cómplices de la política anticubana de Washington.
Se vieron obligados a criticar parcialmente la Ley por la presión de la opinión pública y sobre todo por la de los empresarios del Viejo Continente cuyos vínculos económicos y comerciales con Cuba, enteramente legítimos, encaran sanciones ilegales y burdas amenazas del gobierno de Estados Unidos.
La Unión Europea presentó entonces una demanda oficial contra Washington ante la Organización Mundial de Comercio. Quien revise la prensa de hace diez años encontrará fácilmente centenares de artículos, declaraciones e informaciones sobre esa demanda. Algunos hablaban de una inminente guerra comercial. Parecía que se iba a acabar el mundo.
Pero también la prensa reportaba diariamente las frecuentes reuniones de los representantes de ambas partes: Stuart Eizenstat y Leon Britan. Cuando el primero no visitaba al otro en Bruselas, este se desplazaba para encontrarlo en Washington. Sus convites eran reflejados en los medios informativos casi con el mismo interés con que tratan a las más notorias parejas de la farándula.
Finalmente se pusieron de acuerdo y lo anunciaron a bombo y platillo: la Unión Europea retiraba su demanda ante la OMC y declaraba además que seguiría apoyando los intentos norteamericanos para subvertir a la sociedad cubana. Por su parte la Administración en Washington no emplearía contra ella los mentados títulos III y IV y se comprometía a gestionar ante su Parlamento las enmiendas necesarias para modificar a ese respecto la Ley Helms-Burton.
El ofrecimiento norteamericano era, por cierto, ridículo. La sustancia del Título III es la amenaza de entablar pleitos ante sus tribunales federales cuyo número pudiera ser de tal magnitud que caotizaría el sistema judicial como advirtió a tiempo el propio gobierno norteamericano. Es por esa razón, y no por ninguna otra, que la misma Ley Helms-Burton dio la autoridad al presidente para suspender por seis meses el derecho a promover tales procesos, algo que Clinton hizo desde el instante que promulgó la Ley —mucho antes del primer gemido europeo— y que siguió haciéndolo, él y Bush, y ya lo han hecho veinte veces. Estados Unidos le "daba" a Europa lo que ya se había dado a sí mismo, y por su propio interés, desde el primer día.
En otras palabras, después de tanto alboroto, Europa se contentaba con una insulsa promesa y a cambio ella era la única que actuaba y para hacer exactamente lo que le ordenaban.
Han pasado diez años. Ni la administración Clinton ni la de Bush en ningún momento, de cualquier forma, directa o indirecta, han hecho gestión alguna para cumplir lo que habían prometido solemnemente. Ni siquiera han intentado simularlo. Sencillamente no hicieron nada. Absolutamente nada.
Y no lo hicieron porque su interlocutor tampoco recordaba el supuesto compromiso. Europa dejó transcurrir diez años sin parpadear aunque Washington no cumplía su promesa. Peor aún. Nunca reaccionó, durante ese periodo, cuando los norteamericanos castigaron arbitrariamente a empresas europeas al amparo de una Ley que sigue intacta. Europa, en profunda quietud, dormía.
¿Por qué debería respetar su compromiso Estados Unidos si sabe que siempre puede contar con los servicios de la obediente, disciplinada Unión Europea?
Más aún, cada vez que lo considera oportuno, el gobierno norteamericano agradece públicamente la cooperación europea en la realización de sus planes anticubanos. Cooperación tan generosa y desinteresada que no ha sido afectada por las repetidas violaciones a su soberanía y a los derechos de sus empresas y sus ciudadanos. Nada perturba su plácido sueño.
Llegó el mes de mayo del 2004. Con gran fanfarria Bush puso en vigor su Plan en el que, en fiel acatamiento de la Ley Helms-Burton, describe hasta el detalle el genocidio que imagina podrá realizar con Cuba y los cubanos. El Plan Bush contiene también nuevas medidas para recrudecer la guerra económica que nos impone.
Y entre esas medidas hay muchas específicamente referidas a otros países que incluyen a los miembros de la Unión Europea. Ni una palabra de modificar la Ley Helms-Burton. Muchas —casi 500 páginas— para repetir hasta el cansancio que la impondrán con todo rigor. Entre otras numerosas acciones Bush amenazó con permitir los juicios previstos en el Título III y anunció el reforzamiento del aparato burocrático encargado de ejecutar las sanciones que contempla el IV.
Pasaron otros dos años completos. Llegamos a julio del 2006. La Unión Europea guarda silencio. Ninguna Cancillería ha susurrado siquiera una palabra.
Hasta ahora nadie en Europa se ha dado por enterado.
Pedirles que condenen el plan secreto para atacar a la Revolución, las nuevas y aun más crueles restricciones a las familias cubanas, las estúpidas y criminales prohibiciones contra sus Iglesias, los desvergonzados intentos por socavar la Operación Milagro y los servicios de salud que salvan la vida de millones, sería, seguramente, pedirles demasiado.
¿Pero lo es acaso sugerirles que defiendan los intereses de sus propios ciudadanos? ¿Recordarles, con el debido respeto, aquel papel que suscribió el caballero Britan con su inseparable amigo? Probablemente no valga la pena.
Quizás sea más práctico no perturbar el sueño de la Bella Durmiente.
En eso de pactar con los fascistas, de dejarles las manos libres, hay bastante experiencia allende el Atlántico. Pero también la hay, dolorosamente, de las consecuencias. No son pocos, por suerte, quienes aún recuerdan a Munich y Chamberlain y su paraguas y todo el horror que vino después.