Texto: Mairyn Arteaga Díaz
Fotos: Ismael Francisco y Ladyrene Pérez
Tomado de Cubadebate
Fotos: Ismael Francisco y Ladyrene Pérez
Tomado de Cubadebate
No sabe por qué, siempre, a esta misma hora, tiene que mirar el Sol,
el infinito. No sabe por qué, siempre, a esta misma hora, se le escapan
los suspiros como bandadas de golondrinas emigrando al verano. No sabe
por qué y sin embargo no puede evitar sentir la conexión con el rojo y
el naranja, que siempre, a esta misma hora, van dejándole dentro los
mismos tonos que le dejan al cielo.
Sí sabe que el ocaso le mezcla los sentimientos con una fuerza
arrolladora, que a veces hasta llega a ser cruel y que se queda con un
no sé qué de nostalgias, anhelos, alegrías, y que también a veces siente
unas ganas inmensas de gritar, de estallar y quedar suspendida como
una partícula más en el aire.
Ya pensó que está loca, que le falta un tornillo o dos o tres, o que
tal vez no tiene ninguno. Sí, debe ser eso mismo lo que le provoca todas
esas sensaciones tan extrañas, que de un tiempo para acá le son
familiares. Ya pensó en buscar ayuda, pero no, sus emociones son tan
suyas que no soportaría perderlas.
Hoy trajo, para contemplar el atardecer un libro, de Dulce María
Loynaz. Dulce María casi le produce lo mismo. Es como si Dulce María y
el atardecer llevaran en sí una magia similar.
“Miro siempre al sol que se va porque no sé qué algo mío se
lleva”-dice el libro, y ahora, ella tampoco sabe lo que se lleva, pero
descubrió que, por eso, lo mira siempre, siempre, siempre.
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