- Un soldado se propone graduarse como primero de su clase. Lo consigue y se convierte en operador de aviones no tripulados (los denominados “drones”) con destino en una unidad especial de las Fuerzas Aéreas de USA en Nuevo México. Desde su puesto de trabajo mata a docenas de personas, hasta que un día se da cuenta de que no puede seguir haciéndolo.
Durante más
de cinco años, Brandon Bryant trabajó en un compartimiento rectangular
sin ventanas, del tamaño de un remolque, en el que el aire acondicionado
mantenía una temperatura constante a 17º grados y, por razones de
seguridad, la puerta no podía abrirse. Bryant y sus compañeros de
trabajo se sentaban frente a catorce monitores de ordenador y cuatro
teclados. Cuando Bryant pulsaba un botón en Nuevo México, alguien moría
al otro lado del mundo.
El compartimiento de pilotaje resuena con
el zumbido de los ordenadores. Es el cerebro de un avión no tripulado,
la cabina en la jerga de la Fuerzas Aéreas. Pero los pilotos no están
volando por el aire, sólo están sentados ante los controles.
Bryant fue uno de ellos y recuerda con
nitidez un incidente que ocurrió cuando un avión no tripulado Predator
planeaba haciendo ochos en el cielo sobre Afganistán a más de 10.000
kilómetros de distancia. Abajo, en el punto de mira, había una casa de
techo plano de barro con un cobertizo para guardar cabras. Cuando Bryant
recibió la orden de disparar, presionó un botón con la mano izquierda y
señaló el techo con un láser. El piloto que estaba sentado junto a él
apretó el gatillo de una palanca de mandos y el Predator lanzó un misil
Hellfire. Quedaban dieciséis segundos hasta el impacto.
–Esos momentos avanzan como a cámara lenta –dice hoy.
Las imágenes que transmitía una cámara de
infrarrojos conectada al avión no tripulado aparecieron en su monitor,
emitidas por satélite con un retraso temporal de entre dos y cinco
segundos.
Faltaban siete segundos y no había nadie a
la vista en tierra. Bryant todavía hubiese podido desviar el misil en
aquel momento. El tiempo se redujo a tres segundos y Bryant se sentía
obligado a contar cada píxel en el monitor. De repente, dice, vio a un
niño que doblaba la esquina.
El segundo cero fue el instante en el que
el mundo digital de Bryant chocó con la realidad en un pueblo entre
Baghlan y Mazari Sharif.
Bryant vio un destello en la pantalla:
era la explosión. Parte del edificio se derrumbó. El niño había
desaparecido. Sintió un malestar en el estómago.
–¿Acabamos de matar a un niño? –le preguntó al hombre que estaba a su lado.
–Sí, supongo que era un niño –le respondió éste.
–¿Era un niño? –escribieron en el chat del monitor.
Entonces, una persona que no conocían
respondió. Era alguien que estaba sentado en un centro de mando militar
en algún lugar del mundo y que había observado su ataque.
–No, era un perro –escribió.
Revisaron la escena en el vídeo. ¿Un perro con dos piernas?
Primera parte: La guerra invisible
Aquel día, cuando Bryant salió del
compartimiento de pilotaje puso el pie directamente en su país: praderas
resecas a perder de vista en el horizonte, campos cultivados y olor a
estiércol fresco. En la torre del radar de la Base Canon una luz
centelleaba en la penumbra cada pocos segundos. Allí no había guerra
alguna.
La guerra moderna es tan invisible como
un pensamiento y la distancia anula su significado. No es una guerra sin
límites, pero se controla desde pequeños centros de alta tecnología en
diversos lugares del mundo. Se supone que esta nueva manera de
consumarla es más precisa que la anterior y eso hace que algunos la
consideren “más humana”. Es la guerra de un intelectual, una guerra que
Barack Obama, el presidente de Estados Unidos,ha impulsadomás que
cualquiera de sus predecesores.
En un pasillo del Pentágono donde se
planifica esta guerra, las paredes están recubiertas con paneles de
madera oscura. Los miembros de las Fuerzas Aéreas tienen sus oficinas
aquí. Un óleo de un Predator cuelga junto a los retratos de los líderes
militares. Para éstos, ninguna otra invención ha tenido tanto éxito como
el Predator en la “guerra contra el terror” durante los últimos años.
Los militares de USA controlan sus
aviones no tripulados desde siete bases aéreas en el país y en otros
lugares del extranjero, incluida una en Djibouti, la minúscula nación
del este africano. Desde su sede en Langley (Virginia), la CIA controla
las operaciones en Pakistán, Somalia y Yemen.
“Salvamos vidas”
El coronel William Tart, un hombre de
ojos claros que tiene una imagen precisa del enemigo, considera que el
avión no tripulado es una “extensión natural de la distancia”.
Hasta hace unos meses, cuando fue
ascendido a jefe del Grupo de Trabajo de Aeronaves Dirigidas por Control
Remoto (en inglés, RPA) de las Fuerzas Aéreas de USA en Langley, Tart
era comandante de la Base Creech (Nevada), cerca de Las Vegas, donde
dirigía las operaciones de aviones no tripulados. Cada vez que
controlaba en persona el vuelo de alguno de ellos, podía contemplar una
foto de su mujer y sus tres hijas pegada sobre la lista de
verificaciones junto a los monitores.
No le gusta la palabra drone, porque
según él implica que la aeronave tiene su propia voluntad, su ego (drone
significa zángano, el macho de la abeja reina).Prefiere llamarlos
“aviones dirigidos por control remoto” y señala que la mayoría de los
vuelos sólo tienen como objetivo la búsqueda de información. Se explaya
sobre el uso de aviones no tripulados en misiones humanitarias tras el
terremoto de Haití y sobre los éxitos militares en la guerra de Libia:
su equipo disparó contra un camión que estaba apuntando misiles contra
Misrata y también persiguió al convoy en el que huían el ex dictador
libio Muamar el Gadafi y su séquito. Añade que los soldados desplegados
en Afganistán expresan constantemente su gratitud por la ayuda que se
les presta desde el aire. “Salvamos vidas”, dice.
No es tan locuaz en lo que respecta a
asesinatos selectivos. Afirma que durante sus dos años como comandante
de operaciones en Creech nunca vio morir a civiles y que los aviones no
tripulados sólo abren fuego contra edificios donde no hay mujeres y
niños. Cuando le preguntan sobre la cadena de mando, Tart menciona un
documento de 275 páginas titulado 3-09.3. Afirma que la orden de atacar
con aviones no tripulados, y cualquier otro ataque, provienen de las
Fuerzas Aéreas. Un oficial tiene que dar su aprobación en el país donde
se realicen las operaciones.
Un avión no tripulado Predator
El uso de la expresión “guerra
quirúrgica” le molesta. Le recuerda a los veteranos de Vietnam, que lo
acusan de no haber transitado por el barro ni sentido el olor de la
sangre y le echan en cara que no sabe de lo que habla.
Eso no es cierto, dice Tart, y añade que a
menudo aprovecha la hora de viaje que dura el trayecto desde la Base
Creech hasta Las Vegas para distanciarse de su trabajo. “Observamos a la
gente durante meses. Se los ve jugando con sus perros o haciendo la
colada. Conocemos sus costumbres tanto como las de nuestros vecinos.
Podemos incluso ir a sus funerales.” No siempre ha sido fácil, dice.
Una de las paradojas de los aviones no
tripulados es que, a pesar de que aumentan la distancia con respecto al
objetivo, también crean proximidad. “De alguna manera la guerra se
vuelve personal”, dice.
“Vi morir a hombres, mujeres y niños”
En las afueras de la pequeña ciudad de
Missoula (Montana) hay una casa amarilla con un fondo de montañas,
bosques y bancos de niebla. La tierra está cubierta con la primera nieve
del invierno. Bryant, que ahora tiene 27 años, está sentado en el sofá
del salón de su madre.
Dejó el ejército y ahora vive aquí. Aún tiene la
cabeza rapada y luce una barba de tres días.
“Hace cuatro meses que no
sueño en infrarrojos”, dice con una sonrisa, como si se tratara de una
pequeña victoria para él.
Bryant completó 6.000 horas de vuelo
durante sus seis años en las Fuerzas Aéreas. “Vi morir a hombres,
mujeres y niños durante ese tiempo”, dice. “Nunca pensé que iba a matar a
tanta gente. De hecho, lo que pensaba era que no podría matar a nadie.”
Segunda parte: Un trabajo mal visto
Tras su graduación en la escuela
secundaria, Bryant quería llegar a ser periodista de investigación.
Solía ir a la iglesia los domingos y tenía debilidad por las
cheerleaders pelirrojas. Al final de su primer semestre en la
universidad había acumulado miles de dólares en deudas.
Se alistó en el ejército por accidente.
Un día, mientras acompañaba a una amiga que iba a alistarse, se enteró
de que las Fuerzas Aéreas tenían su propia universidad, donde podría
estudiar de forma gratuita. Sus resultados en las pruebas de admisión
fueron tan buenos que lo destinaron a una unidad de recogida de
información. Aprendió a controlar las cámaras y los rayos láser en un
avión no tripulado y a analizar imágenes de tierra, mapas y datos
meteorológicos. Se convirtió en un operador de sensores, más o menos el
equivalente a un copiloto.
Tenía veinte años cuando participó en su
primera misión. Era un día caluroso y soleado en Nevada, pero estaba
oscuro en el interior del compartimiento de pilotaje, justo antes del
amanecer en Iraq, donde un grupo de soldados usamericanos estaba
regresando a su base. Bryant se ocupaba de vigilar el camino desde el
cielo, como un “ángel guardián”.
Vio un ojo, una forma en el asfalto.
“Había aprendido lo del ojo en el período de instrucción”, dice. Para
enterrar un explosivo improvisado en el camino, los combatientes
enemigos colocan un neumático en la carretera y lo queman; el calor
ablanda el asfalto. Desde el cielo tiene forma de ojo.
El convoy de los soldados estaba aún a
varios kilómetros de distancia del ojo. Bryant se lo comunicó a su
supervisor, el cual lo notificó al centro de mando. Conforme los
vehículos se acercaban al lugar, se vio obligado a buscar durante varios
minutos, dice Bryant.
–¿Qué debemos hacer? –le preguntó a su compañero.
Pero éste era también novato en el trabajo.
No era posible comunicarse por radio con
los soldados sobre el terreno, ya que estaban utilizando un transmisor
de interferencias. Bryant vio pasar al primer vehículo sobre el ojo. No
sucedió nada.
A continuación pasó por encima el segundo
vehículo y vio un destello que surgía por debajo, seguido por una
explosión en el interior del vehículo.
Cinco soldados murieron.
Desde entonces Bryant no pudo quitarse de
la mente a sus cinco compatriotas. Empezó a aprenderse todo de memoria,
incluso los manuales del Predator y de los misiles, y se familiarizó
con todos los escenarios posibles. Estaba decidido a ser el mejor para
que estas cosas nunca volvieran a suceder.
“Me sentí desconectado de la humanidad”
Hacía turnos de hasta doce horas. Las
Fuerzas Aéreas todavía estaban escasas de personal para el control
remoto en las guerras de Iraq y Afganistán. A los pilotos de aviones no
tripulados se los tildaba de cobardes pulsadores de botones. Era un
trabajo tan mal visto que los militares se vieron obligados a contratar
personal jubilado.
Bryant se acuerda de la primera vez que
disparó un misil y mató a dos hombres al instante. Mientras miraba, vio a
un tercero agonizante. Su pierna había desaparecido y se estaba
sosteniendo el muñón con las manos, a través de las cuales la sangre se
esparcía por el suelo. La escena se prolongó durante dos minutos. De
vuelta a su casa lloró, dice, y llamó su madre.
“Me sentí desconectado de la humanidad
durante casi una semana”, dice sentado en su cafetería favorita de
Missoula, donde flota en el aire un aroma a canela y mantequilla. Pasa
mucho tiempo allí, viendo a la gente y leyendo libros de Nietzsche y
Mark Twain; a veces cambia de asiento. No puede sentarse mucho tiempo en
un lugar, dice. Se pone nervioso.
Su novia ha roto con él hace poco. Le
había preguntado por el peso que lo abruma y él se lo contó, pero
resultó ser algo que ella no fue capaz de sobrellevar ni compartir.
Cuando Bryant conduce a través de su
ciudad natal luce gafas de sol de aviador y un pañuelo palestino. El
interior de su Chrysler está cubierto con insignias de sus escuadrones.
En su página de Facebook ha creado un álbum con las fotos de las
medallas no oficiales que se le concedieron. Todo lo que tiene es este
pasado. Lucha contra él, pero también es una fuente de orgullo.
Cuando lo enviaron a Iraq en 2007,
publicó las palabras “listo para la acción” en su perfil. Fue asignado a
una base militar situada a unos 100 km de Bagdad, donde su trabajo
consistía en hacer despegar y aterrizar aviones no tripulados.
Una vez que éstos alcanzaban la altitud
de vuelo, los pilotos de situados en USA lo reemplazaban. El Predator
puede permanecer en el aire durante un día entero, pero también es
lento, por lo que se encuentra siempre estacionado cerca de la zona de
operaciones. Bryant se hizo fotos vestido con un mono de color arena y
un chaleco antibalas, apoyado en uno de ellos.
Dos años más tarde, las Fuerzas Aéreas lo
destinaron a una unidad especial en la Base Cannon (Nuevo México). Se
instaló junto con un soldad amigo en un bungalow de un pueblo
polvoriento llamado Clovis, donde abundan los remolques, las estaciones
de servicio y las iglesias evangélicas. Clovis está a varias horas de
distancia de la ciudad más cercana.
Bryant prefería los turnos de noche, que
coinciden con el día en Afganistán. En la primavera, el paisaje, con sus
picos nevados y valles verdes, le recordaba a su región natal, Montana.
Veía a la gente cultivando los campos, a los niños jugando al fútbol y a
los hombres que abrazaban a sus esposas e hijos.
Cuando se hacía de noche, Bryant activaba
la cámara de infrarrojos. Muchos afganos dormían en la techumbre
durante el verano, debido al calor. “Los observaba mientras hacían el
amor con sus mujeres. Son dos puntos infrarrojos que se convierten en
uno”, recuerda.
Estudiaba a las personas durante semanas,
entre ellas a los combatientes talibanes mientras escondían armas y a
quienes estaban en las listas de vigilancia porque los militares, los
servicios de inteligencia o los informantes locales sospechaban algo de
ellos.
“Llegaba a conocerlos. Hasta que alguien
más arriba en la cadena de mando me daba la orden de disparar.” Sentía
remordimientos a causa de los niños, a los que dejaba sin padres. “Eran
buenos papás”, dice.
En su tiempo libre Bryant pasaba el
tiempo con videojuegos o con “World of Warcraft” en internet, o se iba a
beber con los demás. Ya no soporta la televisión, porque no lo
estimula. También está teniendo problemas para conciliar el sueño.
“No había tiempo para los sentimientos”
La comandante Vanessa Meyer, cuyo
verdadero nombre está cubierto con cinta adhesiva de color negro, está
haciendo una presentación en la Base Holloman (Nuevo México) sobre la
formación de pilotos de aviones no tripulados. Las Fuerzas Aéreas
esperan tener personal suficiente para cubrir sus necesidades en 2013.
Meyer tiene 34 años y luce brillo de
labios y un anillo con diamante en su dedo. Antes de convertirse en
piloto de aviones no tripulados pilotaba aviones de cargo. Vestida con
un mono verde de las Fuerzas Aéreas, está en pie en una cabina de
entrenamiento y utiliza el simulador para demostrar de qué manera se
guía un avión no tripulado a través de Afganistán. El punto de mira en
el monitor sigue a un coche blanco hasta que llega a un grupo de chozas
de barro.
Con la mano derecha empuña el joystick para determinar la
dirección del avión y con la izquierda acciona la palanca que ralentiza o
acelera el vuelo. En un campo de aviación que hay detrás del
compartimiento de pilotaje Meyer nos muestra el Predator, delgado y
brillante, y su hermano mayor, el Reaper, que transporta cuatro misiles y
una bomba. “Son aviones extraordinarios”, dice. “Únicamente no
funcionan cuando hace mal tiempo”.
Meyer pilotó aviones no tripulados en
Creech, la base aérea que está cerca de Las Vegas, donde jóvenes entran y
salen de coches deportivos y las cadenas de montañas se extienden a
través del desierto como reptiles gigantescos. El coronel Matt Martin,
en su libro Predator, donde narró su experiencia como piloto de aviones
no tripulados en Nevada, escribió: “A veces me sentía como Dios lanzando
rayos desde lejos”. Meyer tuvo su primer hijo cuando estaba trabajando
allí. En su noveno mes de embarazo aún permanecía sentada en el
compartimiento de pilotaje, con el estómago haciendo presión contra el
teclado.
“No había tiempo para los sentimientos”
cuando se estaba preparando para un ataque, dice hoy. Por supuesto,
añade, sentía que el corazón se le aceleraba y que la adrenalina le
corría por el cuerpo. Pero cumplía las reglas a rajatabla y se centraba
en el posicionamiento de la aeronave. “Una vez tomada la decisión, y a
sabiendas de que se trataba de un enemigo, de una persona hostil, de un
objetivo legal que se merecía la muerte, no me importaba disparar”.
Tercera parte: No hay lugar para los males del mundo
Después del trabajo se dirigía a su casa
por la autopista 85 hasta Las Vegas, escuchando música country y
pasando, sin siquiera mirarlos, ante activistas por la paz. Rara vez
pensaba en lo ocurrido en la cabina de pilotaje, pero a veces rememoraba
los pasos individuales a la espera de mejorar su rendimiento.
O se iba de compras. A veces se sentía
extraña cuando la cajera le preguntaba: “¿Cómo está?” Y ella respondía:
“Muy bien. ¿Y usted? Que tenga un buen día.” Cuando se notaba inquieta
se iba a correr. Dice que el hecho de ayudar a los muchachos en tierra
la motivaba a la hora de levantarse cada mañana.
En la casa de Meyer no había lugar para
los males del mundo. Ella y su marido, un piloto de aviones no
tripulados, no hablaban de su trabajo. Ella se ponía el pijama y veía
dibujos animados en la televisión o jugaba con su bebé.
Hoy Meyer tiene dos hijos pequeños.
Quiere enseñarles “que mamá puede ir a trabajar y hacer un buen
trabajo”. No quiere ser como las mujeres de Afganistán, sumisas y
cubiertas de la cabeza a los pies. “Las mujeres no son guerreros”, dice.
Meyer añade que su trabajo actual como instructora es muy
satisfactorio, pero que le gustaría regresar a las misiones de combate
algún día.
No puedo dar marcha atrás y volver a la vida normal
Llegó un momento en que Brandon Bryant
sólo pensaba en salir de allí para hacer algo distinto. Pasó unos
cuantos meses más en el extranjero, esta vez en Afganistán. Pero
después, cuando regresó a Nuevo México, de repente se dio cuenta de que
odiaba el compartimiento de pilotaje, que apestaba a transpiración.
Empezó por rociar ambientador de aire para eliminar el mal olor. También
supo que quería hacer algo que salvase vidas en vez de quitarlas. Pensó
que un trabajo como instructor de supervivencia podría venirle bien,
aunque sus amigos trataron de disuadirlo.
El programa que luego empezó a preparar
en su bungalow de Clovis se llama Power 90 Extreme, un régimen de
ejercicios que incluye entrenamiento con mancuernas, flexiones de
brazos, dominadas y abdominales. También hace levantamiento de pesas
casi a diario.
En los días sin incidentes en el
compartimiento de pilotaje solía escribir en su diario reflexiones como
ésta: “En el campo de batalla no hay bandos, sólo derramamiento de
sangre.
La guerra total. Todo lo que veo es horroroso. Ojalá se me
pudran los ojos.”
Si lograra ponerse bastante en forma,
pensaba para sí mismo, quizá le permitirían hacer algo diferente. Pero
era demasiado bueno en su trabajo.
Llegó un momento en que ya no disfrutaba
de estar con sus amigos. Conoció a una chica, pero ella se quejaba de su
mal humor. “No puedo cambiar y volver a ser como antes”, le dijo.
Cuando volvía a casa no podía dormir, así que se ponía a hacer
ejercicio. Empezó a contestar mal a sus oficiales superiores.
Un día, se derrumbó en el trabajo y
escupió sangre. El médico le dijo que se quedara en casa y le ordenó que
no regresara al trabajo hasta que pudiese dormir más de cuatro horas
cada noche durante dos semanas seguidas.
“Seis meses más tarde, estaba de vuelta
en el compartimiento de pilotaje, manipulando aviones no tripulados”,
dice Bryant, que ahora está sentado en el salón de su madre en Missoula.
Su perro gimotea y apoya la cabeza en su mejilla. Por el momento no
tiene acceso a sus muebles, que están guardados en un almacén y no tiene
dinero para pagar la factura. Lo único que le queda es su ordenador.
Bryant publicó un dibujo en Facebook la
noche antes de nuestra entrevista. Representa a una pareja que está en
pie y se dan la mano en un prado verde, mirando al cielo. Un niño y un
perro están sentados en el suelo junto a ellos. Pero el prado es sólo
una parte del dibujo. Por debajo hay un mar de soldados moribundos que
se apoyan entre sí con las pocas fuerzas que les quedan, un mar de
cuerpos, sangre y extremidades.
Los médicos de la Administración de
Veteranos han diagnosticado que Bryan padece un trastorno de estrés
postraumático. Sus esperanzas de una guerra cómoda –que podría vivirse
sin heridas emocionales– no se han cumplido. De hecho, el mundo de
Bryant se ha fusionado con el del niño de Afganistán, como si hubiese
habido un cortacircuito en el cerebro de los drones.
¿Por qué ha dejado las Fuerzas Aéreas? Un
día, dice Bryant, tuvo la certeza de que no iba a firmar el siguiente
contrato. Fue el día que entró en el compartimiento de pilotaje y oyó
decir a sus compañeros: “¿Oye, cuál es el hijo de puta que va a morir
hoy?”. (traducción Manuel Talens de Tlaxcala,)
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