Soy egoísta o acaso presuntuoso cuando pretendo tener un Martí
propio, según mis lecturas, mis experiencias, mis deseos? Tal vez algún
lector estime que no pueden coexistir tantas apropiaciones diferentes en
una sola persona verdadera, carne y sangre en la historia. Pero si para
Lezama, como suele repetirse, Martí era un misterio, y para otros un
soñador, un fundador, un apóstol o un estilo inimitable e insuperable,
tendré cierto derecho a crear y creer en mi Martí.
El nombre de Martí empezó a intranquilizarme en su centenario, cuando
aún este niño que fui no había cumplido siete años. Recuerdo que en la
escuela pública de General Carrillo, mi pueblito remediano, la profesora
Antonia Núñez preparó un acto patriótico, y entre otros alumnos me
eligió para recitar una estrofa martiana al pie del busto que ese día
inaugurábamos en el patio.
He contado la anécdota, no sé cuándo. Pero
preciso reiterarla, porque mi Martí comenzó a forjarse el 28 de enero de
1953 como un sabor de algo incomprensible, pero hermoso. Aquellos
versos quizá trazaron tiernamente las primeras líneas de esa especie de
lírico que me empecino en ser, que no renuncia a poner el yo por
delante, con la misma limpia tozudez con que hace poco defendía esa
actitud Nancy Morejón.
Aquella mañana —fría, porque recuerdo haber llevado un abrigo puesto—
recité: «Mírame, madre, y por tu amor no llores/ si esclavo de mi edad y
mis doctrinas/ tu mártir corazón llené de espinas/ piensa que nacen
entre las espinas flores».
Ese, ese es mi Martí. Y cómo podré explicarlo mediante los versos de
un adolescente de 16 años que conmovió a un niño que aún le restaban
seis meses para los siete. Con los años, mientras leía sus obras, y un
dibujo enmarcado de Lopito escoltaba mi litera en tiempos de estudiante
becario, o en el barracón de algún ingenio, mi Martí fue
esclareciéndose. Fue el Martí héroe de la abnegación, el hombre que
sabía soportar incomprensiones, que sabía desaparecer para no estorbar,
el Martí que andaba a pie por Nueva York para no gastar un centavo del
dinero de la Revolución.
Ese, mi Martí, lo vi más claramente cuando, hace casi una década,
visité por primera vez el rincón recoleto de su desembarco con Gómez y
una «mano de valientes».
Playitas de Cajobabo continuaba solitaria, arriscada, sirviendo de
caja de resonancia al agua cuando se echaba un tanto airadamente contra
las rocas. El golpe de las olas acentuaba la sensación de soledad, como
de espacio sagrado, donde a Martí y a sus compañeros el pecho se les
hinchó por la dicha íntima que reclamaba tanto espacio hacia fuera.
Pude imaginar a mi Martí en aquella noche tormentosa, mientras
recogían armas y jolongos antes de adentrarse en el monte inmediato. El
periodista, que soñaba la escena bajo un sol colgado del mediodía,
impresionado por el forcejo del mar, pensó que ese ha sido uno de los
hechos fundamentales de la patria que ningún reportero pudo cubrir.
Al menos, puedo contar el parto del Martí de mi predilección, en
tanto me agachaba para tomar una piedra pulida. En mi alma, se convertía
en acto, en sacrificio, en estoica y ética conducta, la imagen con
sabor a cosa incompresible, a destello sacro que el niño aquel pudo
sentir sin entender al recitar unos versos.
Y si hubiera estado allí, en Playitas, aquel día de marzo de 1895,
qué habría preguntado o qué habría escrito. Posiblemente, mientras
caminaba junto a los seis expedicionarios, a la primera pregunta, José
Martí, con la delicadeza como de miel que humedecía su voz, me habría
respondido que él, él también, es periodista y ahora redactaba su más
vívida y urgente crónica. Mira, la pluma y el cuaderno de notas van en
mi bolsillo. Y sobre sus espaldas, la mochila abultada, y de su hombro
izquierdo cuelga un fusil, casi del tamaño físico de aquel poeta ahora
soldado. El Viejo, Máximo Gómez, se aproxima y me advierte que las
palabras hoy no hacen falta. Ni siquiera el Delegado las necesita, él,
tan señor del verbo. Martí hoy supera su grandeza: Nunca antes —dice
Gómez, que lo reafirmará en el periódico El Mundo el 19 de mayo de 1902—
lo vi tan grande como ahora, cuando sube lomas bajo un peso que le
dobla el cuerpo frágil, pero le empina el alma.
Y ese, ese es mi Martí: ese hombre que entre espinas, sin quejarse, encontraba el olor de las flores.
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