En
un hecho sin precedentes, todos los cubanos tuvimos la oportunidad de
ver en vivo, por la televisión nacional, la ceremonia inaugural del
segundo mandato del presidente Barack Obama.
Presenciamos un acto sobrio y tradicionalista, frente a una imagen del capitolio que se me antoja más imponente que la real,
donde otra vez impresionó la personalidad y capacidad de comunicación
del mandatario, así como la cantidad de personas que asistieron al
evento, aunque fue menor y menos entusiasta que hace cuatro años. Para
los cubanos, al menos los mejor enterados, no dejó tener un valor
simbólico que dos personas de nuestro origen, un pastor y un poeta,
tuviesen cierto protagonismo en la actividad y fuesen escogidos
precisamente por representar la diversidad y la tolerancia.
Desde mi punto de vista fue un buen
discurso, en el cual, más allá de la obligada retórica a que nos tienen
acostumbrados estos actos, donde se exalta hasta el delirio la supuesta
superioridad del pueblo norteamericano y los valores divinos de su
sistema político, Obama tuvo la audacia de traer a colación problemas
muy graves de esa sociedad y tratarlos con un nivel de complejidad que
no es común en los políticos de ese país.
Es cierto que también fuimos testigos de
mentiras monumentales, como que ha terminado una década de guerras y la
recuperación económica ha comenzado. No obstante, si limpiamos la paja,
podremos encontrar elementos novedosos, que explican por qué Obama, más
allá de sus inconsistencias y debilidades, representa un momento nuevo
de la política de Estados Unidos.
Como era de esperar, el presidente hizo
un llamado a la unidad de los estadounidenses, pero si lo miramos con
detenimiento, encontraremos que no se habló de una unidad sin matices,
como superficialmente ha comentado la prensa, sino que se basó en
principios recogidos en la Constitución, los cuales, según dijo, “aunque
son verdades evidentes, nunca han sido ejecutadas por sí solas”, con lo
que hizo un sutil repaso crítico de la historia norteamericana.
Otro elemento doctrinario que no debe ser
pasado por alto, es el énfasis del discurso en la igualdad. Debemos ser
iguales “no solo ante los ojos de Dios, sino ante nuestros propios
ojos”, dijo el presidente, y afirmó que debe existir “una medida básica
de seguridad y dignidad” para todos los ciudadanos. Está claro que Obama
está a mil millas de ser socialista, pero dicho esto en un país que
rinde culto al individualismo y el egoísmo no deja de tener relevancia,
ya que incluso asumiéndolo con la duda de que se trata de un ejercicio
demagógico, nos indica la necesidad de satisfacer los requerimientos de
sectores de la población que ya no pueden dejar de ser escuchados.
Insistiendo al respecto, planteó la idea
de que “el país no puede triunfar si solo a unos pocos les va muy bien,
mientras una crecientemente mayoría apenas puede sobrevivir”, lo que se
corresponde con su política de aumentar el impuestos a los más ricos y
propiciar el estímulo económico mediante beneficios a la clase media, en
contraposición con las tesis de los conservadores. Incluso se metió con
los monopolios, al decir que el mercado libre solo prospera cuando hay
reglas que aseguren la libre competencia y el fair play. La gente
de “Ocupa Wall Street” pudiera firmar esta declaración, esperemos que
el presidente no se haya limitado a robarles el discurso.
También en franca oposición con los
sectores conservadores, Obama mencionó la necesidad del cuidado del
medio ambiente y se comprometió con la evaluación científica que alerta
sobre los peligros del cambio climático. De la necesidad de programas de
asistencia social y salud pública mejorados, que protejan a los más
desvalidos. Defendió la tolerancia racial frente a una diversidad que él
mismo representa, así como se definió públicamente a favor del derecho
de las mujeres y los homosexuales. Propuso mayores oportunidades a los
inmigrantes, lo que alienta las esperanzas de una reforma migratoria,
así como mejoras en la educación y una mayor protección física de los
estudiantes, lo que evidentemente está relacionado con insistir en el
control de las armas, para al menos paliar la epidemia de las masacres
en las escuelas.
En el campo de la política exterior, más
allá de la confesión imperialista implícita en la afirmación de que la
expansión de la “democracia norteamericana” no solo es buena para el
resto los pueblos, como dice la propaganda, sino para los propios
intereses norteamericanos, Obama adelanta conceptos que pudieran indicar
una aproximación distinta a los problemas mundiales y el papel de
Estados Unidos en los mismos.
En primer lugar, no puede ser un olvido
involuntario que la palabra “terrorismo” no se mencione en el discurso,
ni la “guerra contra el terrorismo” aparezca como el objetivo primario
de la política exterior norteamericana, cuando ha sido su basamento en
los últimos años.
Tampoco debe pasar inadvertido que al
mismo tiempo que venera a los “bravos hombres y mujeres en uniforme”,
algo común en la retórica política de ese país, exalte también a los que
han sabido “ganar la paz” mediante la negociación, afirmando que
“garantizar la seguridad y la paz duradera, no requiere de la guerra
perpetua”. “Debemos mostrar el coraje de tratar y resolver nuestras
diferencias pacíficamente con otras naciones”, dijo Obama, algo que
sabemos es una promesa incumplida, pero tiene significado el hecho que
lo reafirme.
Si alguien lee mis artículos de la época,
con seguridad encontrará que, contrario a las grandes expectativas que
generó su elección en 2008, era bastante escéptico respecto a las
posibilidades reales de Obama para materializar sus propuestas. Esta
interrogante sigue en pie, toda vez que efectivamente una de las grandes
debilidades de su primer mandato, fue precisamente su incapacidad para
hacer valer las cosas que había prometido, debido a las exigencias del
sistema.
Sin embargo, debo confesar que, contrario
a los que ahora le niegan toda credibilidad y opinan que todo
continuará como antes, creo ver señales más estimulantes respecto a lo
que pudiera ser el curso de su política en los próximos años, aunque
tampoco espero cambios sensacionales.
Si miramos su ejecutoria más reciente,
veremos que Obama se opuso con bastante firmeza a las posiciones
republicanas en los debates presupuestarios; ha enfrentado al poderoso
lobby de la Asociación Nacional del Rifle en el tema del control de
armas y su discurso de investidura no fue conciliador a costa de ceder
en principios, como había ocurrido en otras ocasiones. Incluso en el
caso de Venezuela, donde la enfermedad del presidente Hugo Chávez fue
vista como una oportunidad de la extrema derecha y han presionado en
este sentido, su gobierno ha actuado con mesura y respeto.
Pero más que actitudes coyunturales,
muestras de un carácter más decidido o el despertar de una conciencia
social que se nutre del sufrimiento de sus ancestros y el suyo propio,
lo que me motiva a pensar de esta manera es que las posiciones de Obama
están a tono con realidades que Estados Unidos no puede evadir. Ni es
sostenible una situación interna explosiva por su propia naturaleza, ni
la decadente hegemonía norteamericana puede basarse solamente en el uso
indiscriminado de la fuerza, como hasta ahora.
Algunos analistas opinan que si las ideas
manifestadas por el presidente se convierten realmente en su agenda
política, se producirá una batalla campal en el Congreso y la opinión
pública estadounidense, polarizando aún más esa sociedad. Tal vez sea
cierto y ello resulte inevitable. Pero si Obama pretende “reinventar” el
país, como acaba de decir, y dejar un legado que se corresponda con el
impacto social que significó su elección, no tendrá más remedio que
asumir este riesgo con tanto valor como lo hicieron Abraham Lincoln y
Martin Luther King, sobre cuyas biblias juró lealtad a la nación.
Ojalá este sea su propósito y le vaya tan
bien, que quizás sea posible que el pueblo norteamericano, algún día no
muy lejano, tenga la oportunidad de ver en vivo por la televisión, un
discurso del presidente Raúl Castro.
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