Por Gabriel García Márquez
Tomado de La pupila insomne
Tomado de La pupila insomne
Ya
nadie se acuerda de Dios en Navidad. Hay tantos estruendos de cometas y
fuegos de artificio, tantas guirnaldas de focos de colores, tantos
pavos inocentes degollados y tantas angustias de dinero para quedar bien
por encima de nuestros recursos reales que uno se pregunta si a alguien
le queda un instante para darse cuenta de que semejante despelote es
para celebrar el cumpleaños de un niño que nació hace 2.000 años en una
caballeriza de miseria, a poca distancia de donde había nacido, unos mil
años antes, el rey David. 954 millones de
cristianos creen que ese niño era Dios encarnado, pero muchos lo
celebran como si en realidad no lo creyeran. Lo celebran además muchos
millones que no lo han creído nunca, pero les gusta la parranda, y
muchos otros que estarían dispuestos a voltear el mundo al revés para
que nadie lo siguiera creyendo.Sería interesante averiguar cuántos de
ellos creen también en el fondo de su alma que la Navidad de ahora es
una fiesta abominable, y no se atreven a decirlo por un prejuicio que ya
no es religioso sino social. Lo más grave de todo es el desastre
cultural que estas Navidades pervertidas están causando en América
Latina.
Antes, cuando sólo teníamos costumbres heredadas de España, los
pesebres domésticos eran prodigios de imaginación familiar. El niño Dios
era más grande que el buey, las casitas encaramadas en las colinas eran
más grandes que la virgen, y nadie se fijaba en anacronismos: el
paisaje de Belén era completado con un tren de cuerda, con un pato de
peluche más grande que Un león que nadaba en el espejo de la sala, o con
un agente de tránsito que dirigía un rebaño de corderos en una esquina
de Jerusalén. Encima de todo se ponía una estrella de papel dorado con
una bombilla en el centro, y un rayo de seda amarilla que había de
indicar a los Reyes Magos el camino de la salvación. El resultado era
más bien feo, pero se parecía a nosotros, y desde luego era mejor que
tantos cuadros primitivos mal copiados del aduanero Rousseau.
La mistificación empezó con la costumbre
de que los juguetes no los trajeran los Reyes Magos -como sucede en
España con toda razón-, sino el niño Dios. Los niños nos acostábamos más
temprano para que los regalos llegaran pronto, y éramos felices oyendo
las mentiras poéticas de los adultos. Sin embargo, yo no tenía más de
cinco años cuando alguien en mi casa decidió que ya era tiempo de
revelarme la verdad. Fue una desilusión no sólo porque yo creía de veras
que era el niño Dios quien traía los juguetes, sino también porque
hubiera querido seguir creyéndolo. Además, por pura lógica de adulto,
pensé entonces que también los otros misterios católicos eran inventados
por los padres para entretener a los niños, y me quedé en el limbo.
Aquel día como decían los maestros jesuitas en la escuela primaria-
perdía la inocencia, pues descubrí que tampoco a los niños los traían
las cigüeñas de París, que es algo que todavía me gustaría seguir
creyendo para pensar más en el amor y menos en la píldora.Todo aquello
cambió en los últimos treinta años, mediante una operación comercial de
proporciones mundiales que es al mismo tiempo una devastadora agresión
cultural. El niño Dios fue destronado por el Santa Claus de los gringos y
los ingleses, que es el mismo Papa Noél de los franceses, y a quienes
todos conocemos demasiado. Nos llegó con todo: el trineo tirado por un
alce, y el abeto cargado de juguetes bajo una fantástica tempestad de
nieve.
En realidad, este usurpador con nariz de cervecero no es otro que
el buen san Nicolás, un santo al que yo quiero mucho porque es el de mi
abuelo el coronel, pero que no tiene nada que ver con la Navidad, y
mucho menos con la Nochebuena tropical de la América Latina. Según la
leyenda nórdica, san Nicolás reconstruyó y revivió a varios escolares
que un oso había descuartizado en la nieve, y por eso le proclamaron el
patrón de los niños. Pero su fiesta se celebra el 6 de diciembre y no el
25. La leyenda se volvió institucional en las provincias germánicas del
Norte a fines del siglo XVIII, junto con el árbol de los juguetes. y
hace poco más de cien años pasó a Gran Bretaña y Francia.
Luego pasó a
Estados Unidos, y éstos nos lo mandaron para América Latina, con toda
una cultura de contrabando: la nieve artificial, las candilejas de
colores, el pavo relleno, y estos quince días de consumismo frenético al
que muy pocos nos atrevemos a escapar. Con todo, tal vez lo más
siniestro de estas Navidades de consumo sea la estética miserable que
trajeron consigo: esas tarjetas postales indigentes, esas ristras de
foquitos de colores, esas campanitas de vidrio, esas coronas de muérdago
colgadas en el umbral, esas canciones de retrasados mentales que son
los villancicos traducidos del inglés; y tantas otras estupideces
gloriosas para las cuales ni siquiera valía la pena de haber inventado
la electricidad.
Todo eso, en torno a la fiesta más espantosa del año.
Una noche infernal en que los niños no pueden dormir con la casa llena
de borrachos que se equivocan de puerta buscando dónde desaguar, o
persiguiendo a la esposa de otro que acaso tuvo la buena suerte de
quedarse dormido en la sala. Mentira: no es una noche de paz y de amor,
sino todo lo contrario. Es la ocasión solemne de la gente que no se
quiere. La oportunidad providencial de salir por fin de los compromisos
aplazados por indeseables: la invitación al pobre ciego que nadie
invita, a la prima Isabel que se quedó viuda hace quince años, a la
abuela paralítica que nadie se atreve a mostrar.
Es la alegría por
decreto, el cariño por lástima, el momento de regalar porque nos
regalan, o para que nos regalen, y de llorar en público sin dar
explicaciones. Es la hora feliz de que los invitados se beban todo lo
que sobró de la Navidad anterior: la crema de menta, el licor de
chocolate, el vino de plátano. No es raro, como sucede a menudo, que la
fiesta termine a tiros. Ni es raro tampoco que los niños -viendo tantas
cosas atroces- terminen por creer de veras que el niño Jesús no nació en
Belén, sino en Estados Unidos.
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